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fantochadas

El hombre y la máscara

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No vi el primer debate, tampoco vi el segundo. No leí con el debido detenimiento la plataforma electoral del Partido Demócrata, tampoco lo hice con la del Partido Republicano. Por los diarios y por la televisión, supe que, según los expertos en politología, en esos debates Hillary Clinton le había sacado una buena “ventaja” a Donald Trump, su contrincante. Los mismos medios me hicieron saber que, según los expertos en mediciones, las encuestas daban a Hillary Clinton como “favorita” para ganar las elecciones presidenciales en los Estados Unidos. No por eso, sin embargo, alcancé a hacerme una idea definida de cuál de los dos iba a ganar y cuál de los dos iba a perder. Lo advertí apenas ahora, al percibir a mi alrededor una mezcla singular de sorpresa y de asfixia colectiva con la noticia de que el triunfador (es decir, el presidente) no es sino Donald Trump (no es que yo me hubiese hecho una idea más certera: es que no me había hecho ninguna).

De Hillary Clinton alcancé a percibir apenas un amplio y previsible repertorio de lo bien pensante, surgido del arsenal de lo políticamente correcto; como toda cosa progre, me desalentó profundamente. De Trump alcancé a percibir, en cambio, el amplio y no menos previsible repertorio de lo mal pensante, surgido del arsenal de lo políticamente incorrecto. También eso me desalentó, como cada verificación de que a lo progre se lo suele correr por derecha, y no por izquierda; que se lo contrarresta por lo general con puras barrabasadas retrógradas, y no con la impugnación de su tibieza, de su insuficiencia, de su fatal moderación, su falta de radicalidad.

La pugna entre la progre y el bestia me tenía pues un tanto ajeno. No obstante ello, hubo al menos un par de cosas, ambas referidas a Trump, que me llamaron la atención. Una fue aquel programa de televisión en el que se resolvieron a dirimir si la alarmante pelambre de Donald Trump era suya o se trataba de una peluca. El método de comprobación fue sencillo: Trump ladeó un poco la cabeza (menos resignado que divertido, hay que decir) y el periodista le pegó un par de firmes tirones a las mechas. Aguantaron. Eran suyas.

Lo otro que vi fue una fotografía de Donald Trump con su máscara (con una máscara de Donald Trump) en las manos. La prueba de la peluca, primero, y la imagen del hombre y la máscara, después, me dieron a ver que lo que estaba en juego era el discernimiento de cuánto de verdad y cuánto de farsa existía en Donald Trump. Porque Trump resultó siempre un tanto exagerado, impostado, caricaturesco, sobreactuado, hiperbólico. ¿Qué de todo eso era auténtico y genuino, y qué de todo era artificio: macaneo, mera actuación? El pelo de Trump lo explica todo: siendo su pelo de verdad, parece aplique, parece peluca. Y la cara de Trump lo explica todo: no es la máscara la que se le asemeja, como cuadra a cualquier imitación realista; es que su cara, su cabeza toda, tiene un marcado aspecto de máscara. En vez del tradicional artilugio de la política, que es presentar algo falso y hacerlo pasar por verdadero, Trump se ofrece verdadero bajo la apariencia de lo falso. Es la victoria total de la total inverosimilitud.

Ahora que ganó, ahora que será presidente, la esperanza consiste al parecer en que no haga todo eso que prometió (deportar, perseguir, amurar, aplastar, arrasar). Escuché ese argumento en la radio (lo escuché más de una vez; una de ellas, ¡a uno que había votado por Trump!). Rara forma de la expectativa, modo extraño de la ilusión: apostar a que el candidato no pueda o no quiera cumplir con lo que anunció que haría. Que no pueda (¡el Congreso no lo autorizará! ¡La Constitución le pondrá un freno!) o que no quiera (que haya hablado por hablar en las bravatas de la campaña, ¡ya se mostró más sosegado en su primer discurso como triunfador!). En resumen, que se calme al traspasar de la pura fantochada a la cruda verdad de los hechos. Pero, ¿y si la cruda verdad de los hechos no fuese para él otra cosa que la pura fantochada, así como la máscara es lo mismo que la cara, así como el propio pelo funciona igual que el bisoñé?