POLITICA
Libro

Tres años de esperanza y plomo; de Cámpora y Perón a Isabel y López Rega

De esta pormenorizada investigación que abarca medio siglo de la vida política y los gobiernos del país, Perfil ofrece a sus lectores parte de un capítulo especial, dedicado a analizar y narrar la violencia sectorial y las ilusiones populares de los argentinos, poco antes del golpe militar de 1976. Un excepcional fresco histórico que sólo un periodista fogueado y creíble como Andrew Graham-Yooll podía escribir y editar con fechas y fichas tan fundadas y precisas. Un trabajo ciclópeo y enriquecedor.

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PRIMEROS AOS DE PLOMO. Algunos analistas polticos separaron a Pern de la Triple A y de los "ajustes de cuentas", con ms de mil vctimas. | Cedoc

La década del setenta confirmó lo que los argentinos no queríamos saber: que éramos una sociedad violenta, dividida, y que a raíz de las sucesivas crisis retrocedíamos rápidamente de los niveles de cultura que habían alcanzado generaciones anteriores. Esto último, nuestra decadencia cultural, quizá más que el estado de violencia, no lo queríamos ver de forma alguna.

El fin de la dictadura, o dictablanda, como la llamaron algunos (especialmente en comparación con lo que vendría), en 1973 concitó grandes expectativas y tremendas ansiedades. Se hacía evidente cierto alivio por el abandono del gobierno por los militares, otra gestión fracasada de las fuerzas armadas, que se mezclaba con la preocupación por lo que podía venir. Las elecciones de marzo de 1973 mostraron un país partido.

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Los votos sumados por el “federalista”, ex oficial naval, periodista, y ministro de gobierno Francisco Manrique y por el veterano jefe radical. Ricardo Balbín, más algunos otros, alcanzaban cifras de dos millones por debajo de los casi siete millones reunidos por el justicialista Héctor Cámpora y la fórmula “revolucionaria” liderada por Oscar Alende (las comillas hacen notar lo fantasioso de los nombres de agrupaciones políticas). Eran cifras impresionantes como reflejo de la partición de un país. En la campaña cundieron los conceptos errados en cuanto a ideologías. Manrique fue visto como hombre de la derecha, que significaba embolsar a toda la clase media que lo votó en una derecha conservadora antiperonista, y la opinión pública también colocaba por ahí al radicalismo, en la derecha de centro.

La falacia mayor era ver al justicialismo como una cruzada nacionalista (y popular, según agregaban las arengas de la época), con un poco de social democracia, cuando en realidad estaba profundamente dividida también entre los conservadores históricos y los nuevos revolucionarios. Lo cierto es que una abrumadora mayoría votó por la necesidad de borrar dieciocho años de proscripciones y así eligió la restauración peronista esperando un gobierno fuerte que produjera cambios en el país.

Una parte de la sociedad vio a la guerrilla, encabezada en números y acción política por montoneros de simpatías peronistas, como una seria amenaza “marxista”, equiparándola con la experiencia cubana. Esto reflejaba una aceptación de la propaganda paraoficial nunca negada en forma contundente por la misma guerrilla (si bien ésta aspiraba a una descripción menos definida como lo era llamarse “socialismo nacional”). Ese rompecabezas sin resolver desplegaba la falta de lectura y debate en torno al contenido real de las ideologías argentinas de la época, situación que reflejaba la caída cultural arriba mencionada. La propaganda política encasilló al país en un gráfico plagado de error y confusión.

El Tío Cámpora
¿Quiénes de aquella generación no recuerdan los estribillos del día de la asunción al gobierno del “Tío” Héctor José Cámpora, antes devoto seguidor de Eva Duarte y ahora de Juan Perón, ya declarado por sus seguidores y sus rivales en el esquema político como fusible para ser quemado? “ Qué lindo, qué lindo, qué lindo que va a ser, con el Tío en el gobierno y Perón en el poder ”. Los estribillos expresaban una distorsión política planificada con intención que hasta podría considerarse imposible en la práctica. “Se van, se van, y nunca volverán” , mostraba un desconocimiento y falta de comprensión de la política de las dos décadas anteriores. Los militares, que creían merecer agradecimiento por las elecciones y tolerancia de los resultados y por la reinstalación de la autoridad civil, fueron despedidos en la misma forma intempestiva en que ellos habían expulsado al peronismo. El pasado se repetía, nada se corregía.

La victoria electoral del peronismo en 1973, igual que su derrota militar en 1955, tuvo como efecto inmediato anular la continuidad institucional en la forma en que lo habían hecho anteriores gestiones militares desde 1930. Gráficamente expresaba la simplicidad mental de dirigentes que pensaban que un estado moderno podía cambiar de rumbo de la noche a la mañana según caprichos partidarios. No se pensó en que esto tenía poco que ver con gobernabilidad.

La ley de amnistía que inició la breve gestión de Cámpora fue una pieza legal fundamentada cuyos antecedentes reunió una comisión de diputados recientemente electos. Ese documento se presentó al público en una edición prolija y razonada que intentaba justificar una promesa de campaña impuesta por sus aliados al candidato justicialista. La ley vació las cárceles de militantes políticos (y por accidente u omisión liberó a un número de procesados por delitos comunes), que habían sido capturados por la policía o patrullas militares. Hasta el 24 de mayo, un número importante de la dirigencia guerrillera y de militantes estaba detenido y su acción había sido desarticulada por bajas, deserciones y capturas. La ley de amnistía dio nueva vida a la guerrilla y a sus enemigos, que a la vez hacían notar la debilidad de la nueva democracia frente a la reagrupación de la insurgencia de derecha e izquierda. La ley incluía a los acusados de asesinatos.

Si bien la liberación se apoyaba en la explicación que la acción cometida había sido parte de una lucha contra un régimen no constitucional, el resultado palpable (no expresado de esta forma) era que se aceptaba política y socialmente la desvalorización de la vida humana al punto de justificar el asesinato (por ambos bandos, dado que también había algunos procesados policiales y militares). Es así como se confirmó la instalación, ya bajo autoridad constitucional, de un estado violento. Comenzó a subvertirse la esperanza de pacificación civil y orden legal que alguna vez había producido el acto electoral.

El asalto a las universidades nacionales por la Juventud Peronista-Montoneros no tuvo la espectacularidad de la “ noche de los bastones largos” de 1966, pero sus efectos fueron parecidos y, sumado a la intervención militar anterior, se truncaba la restauración del estudio en nombre de un discurso ideológico poco claro. Docentes que regresaron al país en las primeras semanas de euforia para apoyar lo que podía ser una nueva etapa educativa fueron rechazados bruscamente y volvieron a emigrar (Universidad de Buenos Aires) o se destruyeron bibliotecas y recursos en nombre de una revolución (Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca, quizás en este caso porque había sido creada por la Revolución Libertadora) jamás propuesta, y se tergiversaron en forma parecida los planes de estudio en muchas instituciones de educación superior.

El regreso de Juan Domingo Perón al país el 20 de junio de 1973 se convirtió en una batalla campal, con un número de muertos desconocido. Nuevamente en la Argentina, al igual que en el bombardeo de la Plaza de Mayo en junio de 1955, y como sucedería después de 1976, se mataba a mansalva sin admitir responsabilidad por el asesinato y sin contar los cadáveres para no dar una mala impresión. Las cifras de víctimas naturalmente fueron exageradas por los rumores.

Perón al poder. La forma en que Cámpora fue reemplazado por su propio partido pudo haber sido un libreto cómico para una republiqueta cinematográfica, salida de un guión de Peter Ustinov. Fue una tragedia legal que hoy preferimos olvidar. El presidente del Senado invocó necesidad de viajar al exterior para no suceder a Cámpora, y la presidencia de la República recayó en un diputado instalado por su relación familiar con la siniestra corte que rodeaba a Juan Perón. El sistema constitucional fue absorbido como herramienta de una mafia.

A pesar de todo esto, renació la esperanza en la Argentina ante la posibilidad de que el retorno del envejecido ex presidente restauraría el orden y llevaría al país por el camino de la recuperación y el progreso. La evidencia de esta esperanza estuvo en las cifras de su victoria electoral en septiembre de 1973.

Pese al incremento de la violencia, principalmente provocada por una peligrosa lucha por la herencia de Perón dentro del peronismo, y sin dejar de considerar las acciones espectaculares y sangrientas de la guerrilla y la represión estatal y paraestatal, la esperanza no disminuyó. La confianza estaba puesta en que Perón lograría poner fin a la violencia interna y que el país podía salir adelante.

Perón murió sin resolver nada. La cobardía política o la hipocresía de su partido dejaron instalada en la presidencia a su viuda (que Perón había nombrado para acompañarlo en la fórmula electoral de 1973 calculando evitar así el conflicto interno del peronismo) y la tragedia comenzó a confundirse con objetivos políticos que por lo general eran simplemente ceremonias sangrientas.

Lo que vendría ya tomaba forma en las calles durante el duelo nacional, cuando militantes de un grupo mataron al de otro en la larga fila de gente que esperaba para acceder a la capilla ardiente donde permanecía el cuerpo de Perón en el Senado.

Desventuras de Isabel. A partir de ahí, de julio de 1974, las fuerzas armadas comenzaron a preparar su próxima venganza.

Quizás el símbolo mayor de esos años de gobierno peronista fue la Triple A, una organización para el asesinato creada desde el gobierno peronista para eliminar a sus enemigos. Tenía aspectos parecidos a los de la Mazorca de 1840, el año del terror durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas, movimiento secreto que también, en cierta historiografía política, fue explicado como razonable en las circunstancias. En la revisión de los hechos posteriores a 1974, hubo analistas que prefirieron separar a la Triple A de Perón y no entrar en los detalles de 1975, año violento si los hubo, dado que estuvo marcado por una seguidilla de ajustes de cuentas políticas que se llevaron a más de mil víctimas, cifra llevada en algunas redacciones, mal documentada y jamás reconocida.

Los asesinatos marcados por la sin razón y la brutalidad (cadáveres atravesados por decenas de balas, cuerpos calcinados, destrozados por granadas) hicieron de ese 1975 el prólogo inevitable del terror que instalaría el Estado en 1976. La gran mayoría de las víctimas fueron civiles, muertas como producto de la división de lo que quedaba del partido gobernante. Las severas leyes de seguridad que la dictadura militar luego invocaría para encubrir o paliar sus atrocidades pertenecen al último año del gobierno constitucional peronista.

Que la economía estuviera en profunda crisis, acelerada ésta por los efectos de la devaluación incluida en el “ rodrigazo”, por la cambiante administración y la inflación en aumento, hizo que con el correr de los meses una porción cada vez mayor de la sociedad argentina mirara nuevamente hacia las fuerzas armadas como último recurso para restablecer el orden social, ya no importando el institucional.

Un debate en deuda. A la distancia, es fácil debatir lo nefasto de lo que siguió o negar, cuestionar, dudar, la magnitud del apoyo que tuvieron las fuerzas armadas en 1976, o desmentir la provocación desde la vida política civil al “ partido militar”, que era visto por el espectro partidario como la mayor amenaza al desarrollo de la autoridad constitucional en los años anteriores al último golpe de estado.

Finalmente, agreguemos a esto que, lamentablemente, una gran proporción de las nuevas generaciones no está interesada en el debate interminable de los acontecimientos de la década del setenta, ya hay muchas personas jóvenes que no tienen inclinación por hurgar en las razones del fracaso del idealismo político de sus padres (o abuelos), más que como ejercicio de estudio obligado pero pasajero.

Esto posiblemente se deba a que falta aún escribir la historia de los tres años anteriores a la dictadura militar para entender lo inevitable de la tragedia (esto sin desmerecer los textos específicos de Bonasso sobre Cámpora, Verbitsky sobre Ezeiza, y Larraquy sobre López Rega). Sin embargo, el supuesto rechazo no debería desalentar el intento de explicar esos tiempos.