No puedo recordar un proceso electoral en cuyo transcurso los dos candidatos a la cabeza hicieran una campaña más desprovista de ideas. Hace 15 años, todavía se tenía la ilusión o la hipocresía de que los partidos debían presentar programas de gobierno. Aunque pocos los leyeran, ese descuido no debilitaba el imperativo de hacerlo: como vestirse de un modo adecuado para una ceremonia aunque luego los trajes terminaran manchados. Menem aportó su característico cinismo: “Si decía lo que pensaba hacer, no me votaba nadie”. Terragno fue el último político que coordinó la redacción de un programa de gobierno para la Alianza, que no valió de nada en el momento en que la Alianza se atuvo más a la superstición del uno a uno que a cualquier otra salida posible. El de la Alianza fue el último programa que respondió a un ritual que ya recorría su camino de decadencia. Hoy, porque lo ordena la ley, hay “plataformas” depositadas, junto con las listas, ante la Justicia, tan invisibles como si estuviera prohibido difundirlas.
A partir de 2001, la crisis de la representación política ha sido un tema. Aunque la explosión de los partidos fuera universal, toda universalidad tiene una realización particular según las tradiciones nacionales. Si es cierto que la creencia en los partidos se ha disuelto, no se ha disuelto del mismo modo ni con las mismas consecuencias en Chile o Alemania que en la Argentina e Italia. Nos faltó atender a estas diferencias. Incluso para armar “coaliciones” (palabra de última moda), hacen falta dirigentes que dirijan algo.
El justicialismo, que soporta mejor la llamada crisis de representación, toma distancia de cualquier diagnóstico que no le resulte beneficioso, fiel a su experiencia de pelearse sin descuidar el poder. Y allí está preparando, si gana, la trenza de fuerzas ideológica y territorialmente diferentes para enfrentar los conflictos internos que parecen inevitables. Rodríguez Saá, quien ha gobernado San Luis con más continuidad que un sueño kirchnerista, no quiso mezclarse con ese peronismo porque en su provincia lo siguen y ése es un capital político.
En Gualeguaychú, en febrero, la UCR organizó una fiesta de despedida; renunció a formar parte de una gran alianza de centroizquierda y se ofreció a Macri. El año que viene se cumplirá un siglo del día en que, con la ley de voto secreto y obligatorio promulgada en 1912 por Sáenz Peña, Yrigoyen ganó las primeras elecciones después de décadas de abstención o resistencia civil. Entre los papeles dejados por Alem, puede leerse una frase, que los radicales hicieron propia: “Que se rompa pero que no se doble”. Sanz renovó el aniversario: no sólo dobló el partido, sino que también lo rompió. La ayuda de Carrió fue innegable.
Macri carece de tradiciones políticas y de la cultura necesaria para obtenerlas de apuro. Pudo adquirir asesores, publicistas, técnicos, dirigentes de ONG, gente ingeniosa y un puñado de políticos, la mayoría migrante del peronismo. Macri no se refiere al PRO como un partido, sino como un equipo. Las palabras pesan cuando se usan y también cuando se prescinde de ellas. Frente a él, Massa mostró sus ventajas. La primera: tiene tiempo para esperar; la segunda, presentó un gabinete económico y un gabinete político con gente experimentada; la tercera, no le suena mal correrse a la derecha, como en la cuestión del narcotráfico, si eso trae votos; la cuarta, promete juicio a los corruptos del kirchnerismo, en vez de limitarse a un gobierno de impolutos futuros.
Excepto el inverosímil oportunismo de algunas promesas, la campaña no hizo lugar a más. Por un lado, el desinterés de los ciudadanos. Por el otro, el cortoplacismo de la política. Estos dos rasgos no afectan a los votantes del trotskismo; Del Caño, o quien hubiera sido el candidato del FIT, tiene esos apoyos claramente ideológicos. Para escuchar una alternativa como la de Stolbizer es necesario salir de la opción de hierro planteada por el antikirchnerismo monotemático. Stolbizer eligió un camino difícil. Pero en un mapa electoral sin fuerzas programáticas, puso la palabra “igualdad” como divisa, convencida de que los bienes públicos hoy no sólo se reparten de modo desigual sino que el mismo reparto tiene como consecuencia más desigualdades.
La crisis de la representación hizo que esta campaña comenzara en el programa de Tinelli y que Scioli, la noche del pasado viernes, hiciera la gran jugada de volver allí. A modo de cierre, el director de cine Campanella aconsejó el voto a Macri. En un país donde Tinelli, en la misma noche, pudo hacer bailar a Scioli, Massa y Macri, no hay muchas razones para que Campanella se prive de evangelizar con la imagen de que sólo existen “dos melodías”. Tampoco hay razón para que deje de recordarle a Scioli que fue menemista y, al mismo tiempo, silencie el curriculum de Macri, ya que un director de cine está acostumbrado a las elipsis. Nuestra democracia carismática escucha las voces de simplificadores atractivos. Que las encuentre en el showbiz no puede sorprender a nadie. Son los políticos quienes deben reconocerse factores activos de esa trivialización.
La necesidad de identificación carismática provoca estos desasosiegos, especialmente cuando muchos políticos también dicen vaguedades engalanadas con frases hechas. Se comportan a la medida de una política en crisis, no como si la crisis les resultara un estado incómodo sino como si fuera un mar donde flotan a gusto. Ellos son los que rechazan el debate, primero Scioli al ausentarse, después Macri al negarse a debatir con Massa. Son ellos los que permiten que sus asesores se conviertan en filósofos y les indiquen cuándo hablar y cuándo callar.
Mucho se ha escrito sobre la herencia del kirchnerismo. Hoy hay una porción envenenada de esa herencia sobre la mesa. Después de Tucumán, toda duda sobre el escrutinio encontrará su motivo. Hace dos días, representantes de los candidatos más probables se comprometieron a no adelantar un triunfo. Confiamos en que, por lo menos, esta promesa se cumpla.