Es muy probable que todo haya empezado con la posmodernidad, con su culto al individualismo y su falta de compromiso social, tal cual la define el diccionario. Y es cierto que la falta de perspectiva distorsiona los planos y por eso nos resulta difícil distinguir los contornos de lo que está pegado a nuestras narices.
Pero si pudiéramos hacer el ejercicio de adelantarnos en el tiempo, como pasa en algunas películas, si pudiéramos ver nuestra época desde la altura del siglo XXII –por ejemplo–, probablemente seríamos capaces de desentrañar mejor lo que le está ocurriendo al espíritu de la hora.
Otras definiciones agregan que la posmodernidad pone en un lugar de privilegio a la subjetividad, con todo lo que ella trae. El individualismo en el sentido de la primacía del yo y de la impugnación de todo aquello que no esté alineado con el propio pensamiento. La falta de compromiso social en el sentido de que se rechaza todo aquello con lo que el individuo no pueda identificarse fuertemente.
Pero ese solo fue el comienzo. Después apareció la posverdad, vocablo que –dicen– empleó por primera vez (en inglés) el guionista Steve Tesich. Encastrada en el dominio de la posmodernidad, que hizo de la verdad una cuestión de punto de vista, la posverdad se relaciona con información que, sin estar basada en hechos objetivos, busca influir en la opinión pública. Conmoverla. Confirmarle las creencias. O sea, una verdad a medida de quien la recibe. Un trofeo para quien, insensible a lo falso, solo pretende que se le asegure lo que ya opinaba.
Y hemos oído hablar de otra pos: la posmoralidad. Acuñado por el periodista Miguel Wiñazki, el término parece aludir a la indiferencia frente a una moralidad universal. Como si la medida de todas las cosas fuese el yo y la ética pudiese ser individual. Un galardón para los que quieren desentenderse de sus conciencias.
Más allá del hilo conductor (y, quizá, transitivo) que pudiera tejerse entre las tres palabras –posmodernidad, posverdad y posmoralidad, en ese orden–, el rasgo semántico que asocia sus bases (o sea, las palabras sin el prefijo) es que las tres aluden (de distintas maneras, es cierto) a valores. La sola mención de la modernidad parece instaurar un escenario (mental) en el que imperan la razón y el progreso. La sola mención de la verdad perfila un escenario de
conformidad entre lo que ocurre (ya sea concreto, ya sea abstracto) y lo que se dice. La simple mención de la moralidad evoca lo que cada comunidad concibe como comportamientos correctos en lo público y en lo privado (no en vano la palabra proviene del latín mos, que significa costumbre).
Sin embargo, el añadido de pos a cada uno de esos términos ubica sus significados en una dimensión que no se corresponde con lo deseable. No se dice que en la posmodernidad haya más modernidad: más vale, se trata de una vuelta de tuerca orientada hacia la sinrazón y el retroceso. No es que en la posverdad haya más verdad: más vale, es una verdad mentirosa
que adula los oídos. No se trata de que en la posmoralidad haya más moralidad: se trata, en todo caso, de una moralidad ajustada a las conveniencias particulares.
Visto así, queda claro que solo algunos neologismos podrían ser creados a partir del prefijo pos en este campo de sentidos. Tal vez se llegue a hablar en el futuro de la posjusticia: una justicia que solo defiende al que está cerca del poder. O de la posresponsabilidad: una responsabilidad que solo atañe al beneficio propio. O de la poslealtad: una lealtad que solo dura mientras acomode.
Fuera de estas elucubraciones meramente discursivas, que representan –en todo caso– una autocrítica fuerte a nuestras propias conductas ante ciertas situaciones de la vida actual, hay una pos más difícil de definir: la posconstitucionalidad. ¿Un estado en el que cada uno decida soberanamente cuáles son los derechos y cuáles las obligaciones que le caben? ¡Pero por favor, qué pesadilla! Por suerte, a nadie se le ocurriría exigir algo como eso. Nada que ver con nuestro tiempo.
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.