COLUMNISTAS
La lengua argentina

La pandemia y los gestos

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Rostros cuasi cubiertos. “Nos queda poco para leer de la cara de los otros”. | AP

Cuenta el dramaturgo Jean Cocteau que un jardinero le dijo a su príncipe en Persia: “Príncipe, préstame tu caballo para huir a Ispahán. Me acabo de encontrar con la Muerte, que me hizo un gesto de amenaza”. Habiéndole prestado el caballo al jardinero, el príncipe buscó a la Muerte para increparla: “¿Por qué le has hecho un gesto de amenaza a mi sirviente?” “¡No fue un gesto de amenaza!”, dijo la Muerte. “Fue un gesto de sorpresa. Porque lo vi por aquí y debo tomarlo, esta misma noche, en Ispahán”.

Fuera del mensaje fatalista del relato, queda claro que la clave del conflicto es, ni más ni menos, la interpretación de las expresiones faciales. O la malinterpretación de las expresiones faciales.

El estudio de los gestos tiene una larga trayectoria. En el siglo XIX, Charles Darwin buscaba demostrar su universalidad. Y mucho más cerca en el tiempo, Paul Ekman (el psicólogo tomado como fuente para la elaboración de la serie Lie to Me), entre muchos otros, realizó experimentos con el fin de mostrar la existencia de gestos universales para expresar la emoción. En principio, seis gestos básicos: de felicidad, de tristeza, de asco, de sorpresa, de miedo y de enojo.

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Quienes concluyen a favor de la universalidad de los gestos, al observar que personas no videntes de nacimiento hacen gestos similares a los de las videntes, prueban que estos no se aprenden por imitación. Quienes concluyen en contra de la universalidad de los gestos, sostienen que hay culturas en las que, incluso, algunas de esas emociones no se expresan en absoluto.

Ahora bien, merece destacarse que, en paralelo con la gramática de producción de los gestos existe –y de eso habla el cuento del principio– una gramática de la interpretación de los gestos. Desde esta perspectiva, algunos estudios demuestran que no pueden negarse las diferencias interpretativas entre sociedades y entre individualidades (correlatos de una producción dialectal de los gestos y una producción estilística de los gestos). En este último aspecto, se ha llegado a decir que los sujetos ansiosos interpretan más gestos amenazantes que los sujetos no ansiosos.   

Lo que sí parece comprobarse, de manera bastante general, es que los seres humanos somos buenos para decodificar los gestos genuinos. Para decirlo de manera más sencilla, la sonrisa del Guasón o la de la Gioconda nos despiertan dudas cuando queremos categorizarlas. Pero las sonrisas francas, como la llamada sonrisa de Duchenne –una sonrisa con toda la cara–, esas son interpretadas correctamente.

Los gestos genuinos (o involuntarios) suelen incluir de algún modo la expresión ocular. Así, la sonrisa de Duchenne, por ejemplo, provoca una contracción de las mejillas que marca indefectiblemente arrugas alrededor de los ojos. Movimiento que –dicen los especialistas– no puede lograrse intencionalmente.

El saber popular ha concentrado en frases un conocimiento intuitivo al respecto. Se dice que alguien muy enojado “echa chispas por los ojos”. O que “se come con los ojos” algo que le gusta mucho. O que “le clava la mirada” a eso que desea o que lo contraría. Y que le “echa un ojo” a todo lo que tiene que cuidar.

En tiempos de pandemia, con el rostro cuasi cubierto por los barbijos y las mascarillas, nos queda poco para leer “de la cara” de los otros. No hay gestos con los labios ni mohínes destapados. No hay hileras de dientes perfectos ni bigotes. No hay mejillas ruborizadas. Solo hay dibujos –cuando los hay– en tapabocas.

Si, como parece sugerir la investigación, los ojos siempre están implicados en la expresión manifiesta de una emoción espontánea, tendremos que empezar a prestarle más atención al asunto para entendernos en serio. A lo mejor, ese es uno de los sanos efectos colaterales de este raro tiempo. Y terminamos por descubrir que sí, que los ojos “son el espejo del alma”.

*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.