Aprendí a jugar truco hace más de 50 años. No hay nada tan divertido como ganar una mano en la que partimos con un cuatro de copas. En el truco triunfa quien sabe esquivar conductas convencionales, el que puede comunicar a su compañero cuáles son sus cartas, sin que se percaten sus adversarios. Es el juego de la anomia. Años después aprendí a jugar Go, el juego nacional de Japón, en el que todo es lógica, meditación, respeto estricto de las normas. La viveza criolla no tiene espacio en el Go.
Los dos juegos son exponentes de culturas diversas. El truco evoca la calle Corrientes, el teatro alternativo de Buenos Aires, el locro del 25 de Mayo, el peronismo, el Go, el culto a la perfección, la pulcritud de las calles de Tokio, una sociedad en el que los personajes más importantes caminan por la calle sin escolta.
Buenos Aires me fascina. Me gusta sentirme piantao con Piazzolla, mirar desde el nido de un gorrión sus semáforos que dan tres luces celestes. También disfruto intensamente del silencio y el ambiente de meditación del Nihon Ki-in cuando juego en la catedral del Go.
Son culturas distintas que amo y que me han dado enormes satisfacciones a lo largo de mi vida. Me parecería absurdo que un partido nipón, con mayoría en la Dieta, prohíba el Go y obligue a los japoneses a jugar truco, o que el Congreso argentino proscriba nuestro juego nacional y obligue a jugar Go. Somos maravillosamente distintos.
En estas elecciones algunos líderes hacen propuestas abstractas, alejadas de una realidad conformada por seres humanos que sienten, existen en una cultura, son fruto de su historia. El tecnicismo los convierte en administradores de hojas de Excel, oficio en el que la Inteligencia Artificial nos supera ampliamente.
Somos más que números en una plantilla. Nuestro horizonte es la utopía, una línea imaginaria que se aleja cuando nos acercamos a ella. Como dice Malcolm Gladwell en su texto “La revolución no puede ser tuiteada”, somos más que un mensaje electrónico. La política es comunicación integral, pasión, promesa de lo que parece imposible. Sin ese impulso nunca habría existido la democracia, seguiríamos gobernados por familias escogidas por Dios.
Algunos candidatos creen que ofreciendo un orden masoquista, pueden conseguir un triunfo arrollador para amoldar la realidad a sus creencias. Alguien dijo que, de ser elegido, dejaría en el desempleo a un millón de ñoquis en la primera semana de su gobierno. En varias provincias hay más burócratas que empleados privados. La mitad de la población puede ser considerada inútil, según sean los criterios de algunos tecnócratas, y más de la mitad vamos a ser ñoquis con el desarrollo de la Inteligencia Artificial y la robótica. La imprecisa amenaza seguramente asustó a millones de ciudadanos que se sintieron en peligro. Todos tienen familia y amigos. ¿Habrá calculado el candidato cuánto daño se hizo a sí mismo y a su tendencia en términos electorales?
Si alguien se dedica a la política para causar sufrimiento a los demás, no puede ganar las elecciones en una sociedad democrática. La mayoría de la gente, aunque atraviese una mala circunstancia, no quiere amargarse más. Busca líderes que le propongan vivir mejor.
Algunos militantes de la oposición dicen que hay que decir la verdad, que se debe anunciar que, si ganan, viene una época espantosa, peor que la actual. Critican el desastre producido por el triunvirato y quieren anticipar una catástrofe.
Para salir de la situación en la que se encuentra el país se necesita realizar una reforma integral, pero si el remedio va a ser más amargo que la enfermedad, la mayoría va a escoger lo menos doloroso, votará para que permanezca lo que está.
No se trata de mentir y engañar a la gente, pero hay que tomar en cuenta que no existe una verdad. Nunca conocí a un político que quiera llegar a la Presidencia para quitarles a los pobres lo poco que tienen, o para lograr que la clase media se convierta en menesterosa. La gran mayoría quiere un país en el que podamos vivir mejor, aunque discrepen en cómo lograrlo. Decir que buscan el bienestar de la gente no es mentir.
Si alguien le pregunte a un candidato los detalles de cómo gobernará, es irresponsable responder cuando no se sabe cómo quedará Argentina cuando termine este gobierno, cuál será la fuerza de los distintos partidos en el Parlamento, cómo quedarán los sindicatos, movimientos sociales y otras organizaciones que existen y cuentan con distintos mecanismos de poder como la protesta y la calle. Tampoco se conoce lo más importante: cuál será el ánimo que expresen los votantes en las urnas. Sin saber nada de esto, el candidato que tenga verdades inamovibles es ingenuo. Actualmente solo se pueden tener ideas más o menos generales, que cuando se expresan en palabras, pueden llevar a malentendidos.
En realidad la mayoría no escucha, sino que ve las campañas y a los candidatos. Esto, que ha sido comprobado hasta la saciedad por las ciencias del comportamiento, no lo entienden políticos que escriben discursos en máquinas de escribir.
Es lo que explica porqué miles de ciudadanos asisten al espectáculo multiformatos que protagoniza Cristina. Dicta clases magistrales, baila como rockstar en escenarios millonarios, saluda emocionada a seres imaginarios, y habla durante horas y horas sin decir nada. Los que quieren su apoyo para ser candidatos asisten, llevan todos los seguidores que pueden para demostrar fuerza.
Algunos protagonizan escenas cómicas. Un ministro que negocia con el Fondo Monetario y depende de sus favores, aplaude las diatribas antinorteamericanos de la dama, esperando que los burócratas extranjeros entiendan que somos así: antiimperialistas que amamos los dólares.
Sabemos que sólo el 20% de lo que comunica un discurso o un evento de campaña, tiene que ver con su contenido. El 80% depende de cómo se comunica, de los escenarios y los entornos. Mientras Javier Milei no aclaró mucho lo que quería hacer, avanzó de manera contundente con su espectáculo. Arrebató la bandera del cambio a Juntos por el Cambio cuando, en el mundo, la gente cree que todo lo que existe ha caducado y que se necesita una gran transformación.
La propuesta de cambio puede ser estrepitosa, pero no es bueno que dañe la vida cotidiana de personas, sobre todo si son débiles. Dinamitar el Banco de la Nación es simbólicamente radical, pero no suscita la solidaridad con millones de familias de ñoquis llevadas a la indigencia.
Ser violento con otros dirigentes del país puede parecer disruptivo, ser atractivo para muchos jóvenes irreverentes que están enojados con políticos que les parecen insensibles y aburridos. Puede dar votos, pero también anticipa el colapso de un eventual gobierno, que solo sobrevivirá si obtiene mayoría en el Congreso y puede dialogar con otros actores de la sociedad. Pelearse con todos lleva al abismo.
Hay algo más complicado: sus adversarios pueden hacerle daño si logran que la gente vea el contenido de sus propuestas. No opino sobre si son buenas o no, hablo de sus consecuencias electorales.
Cuando se aprobó la despenalización del aborto, se evidenciaron las diferencias de las actitudes sobre el tema según era la edad de los encuestados. Los jóvenes apoyaban la medida por una abrumadora mayoría, que entre las mujeres superaba al 80%. Los jóvenes, que son el corazón del electorado de Milei, pueden abandonarlo por una propuesta que contraría sus sentimientos, más allá de que parezca graciosa cuando se la hace gritando carajo.
Otro tanto ocurre con la privatización de la educación y de la salud. Es posible que en algún país se hayan conseguido buenos resultados privatizándolas, pero la mayoría de los argentinos va a preferir a cualquier otro, si sabe que al elegir a Milei tendrá que pagar la educación de sus hijos y la atención de su salud,
No lo decimos de memoria. Hemos investigado el tema reiteradamente a lo largo de veinte años. Mauricio Macri habría perdido las elecciones para jefe de Gobierno si no hacíamos una intensa campaña afirmando que no privatizaría ni la educación, ni la salud de la Ciudad de Buenos Aires. A Milei, poner en palabras su verdad puede costarle el cargo.
Prohibir la educación sexual en las escuelas no es liberal sino antediluviano. Los niños actuales tienen más información sobre sexo, de la que teníamos a los veinte años los antiguos. La escuela debe ayudarlos a comprenderla. Es imposible que la familia convenza a los niños de que llegaron en el pico de una cigüeña, como yo lo creí en mi infancia. El liberalismo se desarrolló en el siglo de las luces, promoviendo la educación y la información, contra los mitos oscurantistas.
Todo esto supone que quienes enfrentan a Milei no propongan peores alternativas. Si tratan de detenerle hundiendo en la miseria a la mayoría, para que ni siquiera pueda pagar la educación privatizada, es obvio que la mayoría apoyará al asistencialismo.
¿Significa esto que no se puede hacer ningún cambio, que estamos condenados a vivir gobernados por los caudillos populistas y sus dinastías por toda la eternidad? No. Significa que debemos pensar en un cambio profundo que requerirá tiempo, diálogo con distintos sectores y una estrategia de comunicación que explique a la población la transformación y la comprometa con ella.
Conversando con Carlos Melconian, un economista de fuste, con amplio reconocimiento, con quien tuve algunas discrepancias en el pasado, coincidimos en que para trabajar seriamente en política y economía, se necesita elaborar un plan de cambio integral, no solo económico, que responda a nuestro país como es, con todas sus limitaciones y posibilidades de salir adelante.
No se puede lograr una transformación duradera si se consigue una mayoría ajustada en el Congreso, se aprueba un paquete de leyes y como dicen algunos, “nos aguantamos” la protesta. La experiencia de la región nos dice que no hay aguante posible. Si no se consigue respaldo popular para el programa, el nuevo presidente terminará prófugo, como les pasó a otros de la región que intentaron esa vía.
* Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.