Está claro que Donald Trump tiene cierta fijación con sus manos. Desde 1988, la revista Spy ha dado en calificarlo de “hombre vulgar de dedos cortos”. El, por su parte, ha tratado de rebatir semejante acusación con no menos regularidad; no ya porque le importe demasiado que lo tilden de rico trepador de escasa educación y enemigo de la clase intelectual, sino por lo segundo, tal como explicó Graydon Carter, uno de los fundadores de la citada publicación: “Todavía hoy recibo de vez en cuando un sobre de Trump en cuyo interior encuentro siempre una foto suya, por lo común recortada de una revista, con las manos marcadas con tinta dorada en un resuelto empeño por subrayar la longitud de sus dedos”. A lo que añadía: “No puedo evitar sentir algo semejante a cierta pena por el pobre porque, a mi ver, sigue teniendo los dedos anormalmente rechonchos”.
¿A qué se debe una preocupación tan peregrina? La respuesta se reveló durante uno de los momentos más deprimentes de la historia de Estados Unidos, cuando el debate presidencial del Partido Republicano de 2016 sumió la política de la nación en cotas de indecencia nunca vistas. Marco Rubio, senador por Florida, se había burlado de él por dicho rasgo físico, ante lo que Trump alzó los brazos y repuso: “¡Mirad estas manos! ¿Os parecen pequeñas? Pues él se ha empeñado en decir: ‘Si las tiene pequeñas, también tendrá pequeño algo más’. Pero yo os aseguro que por ahí abajo está todo bien. Os lo aseguro”.
El episodio plantea la siguiente pregunta: ¿qué clase de imbécil alude al tamaño de su pene ante un público educado mientras nos pide que lo hagamos presidente de Estados Unidos y le confiemos, así, los códigos de lanzamiento de las armas nucleares, y con ellos el futuro de nuestros hijos, entre otras muchas cosas? Es más: ¿a qué clase de imbécil se le permitiría sobrepasar de continuo este tipo de límites y adquirir una popularidad cada vez mayor hasta ser elegido para representar a su partido en las elecciones presidenciales? ¿Es que no tenían a nadie con dos dedos de frente (el gobernador John Kasich, por ejemplo)? O, en caso de que no haya disponibles más que imbéciles, ¿por qué decantarse por el mayor de ellos, y no por uno de menor calado o por un ejemplar intermedio? ¿Qué tiene este imbécil que lo hace tan especial?
Ojo: no estamos preguntando si Trump es o no imbécil, porque a este respecto parece existir un consenso generalizado (¿o se le ocurre al lector un modo mejor de definirlo con una sola palabra?). De hecho, para muchos de cuantos lo apoyan podría ser éste su mayor atractivo comercial. La pregunta es, más bien, qué clase de imbécil podría lograr una hazaña similar de un modo tan espectacular. O sea: se trata de una cuestión de “imbecilogía”. Entre las muchas especies que pueblan el ecosistema de los imbéciles, ¿a cuál pertenece Trump con exactitud? ¿Debería cualificarlo tal cosa para ocupar cargos de relieve? (...)
Los grandes imbéciles de la historia, como Napoleón, Cecil Rhodes o Dick Cheney (dejando a un lado a psicópatas como Hitler o Stalin, que constituyen un caso aparte), han dado a menudo muestras de un sentido sólido de grandeza moral. Sin embargo, el derecho que se arroga Trump presenta un estilo de imbecilidad más novedoso, caracterizado por intentos de racionalización que, aunque muy discutibles, no dañan en absoluto su confianza. En cuanto a por qué debería gozar de facultades particulares (imaginemos que alguien le pregunta: “¿Qué es lo que te hace tan especial precisamente a ti?”), su respuesta podría ser tan sencilla como que es un triunfador o que le sobra el dinero. ¿Qué necesidad hay de ofrecer más razones? Soy rico. Soy un triunfador. Soy el mejor.
Cuando escribí sobre Donald Trump antes de su espectacular irrupción en el candelero político, he de reconocer que, al menos en un primer momento, mostré cierta incertidumbre a la hora de clasificarlo: ¿tiene más de payaso bobo que de imbécil, o viceversa?
Lo que aquí llamo payaso bobo es alguien que busca la atención y el entretenimiento de un auditorio sin llegar a comprender del todo la imagen que tiene de él su público. Sin embargo, ¿no parece evidente que Trump es imbécil, aunque sea sólo por burlarse de un periodista discapacitado, por tildar de “violadores” a los inmigrantes mexicanos ilegales o por sus comentarios descaradamente sexistas sobre la mujer (“cabecita hueca”, “tenía sangre en la mirada, tenía sangre... donde sea”, “gorda cochina”)? Podría pertenecer, por supuesto, a las dos categorías, la de payaso y la de imbécil y, de hecho, esta mezcla de tipos de personalidad explica –en mayor medida de lo que fui capaz de apreciar en el momento de escribir aquellas líneas– su imponente ascensión en la política estadounidense. (...)
En mi estudio anterior, analizaba a los imbéciles del mundo de la política, pero partía para ello del hecho de que, en nuestra vida ordinaria, nos toca lidiar a menudo en el plano personal con un imbécil que no sólo es insufrible, sino lo suficientemente exasperante para hacer montar en cólera a quien en condiciones normales se muestra como un ser imperturbable; para quedar grabado a fuego en la memoria de uno como un hedor nauseabundo; para ganarse el nombre de cierta parte del cuerpo que llevamos siempre escondida en público, de la que muchos se creen separados y que no pocos desearían que no estuviera ahí. Tenía para mí que una definición podría ayudarnos a dar con la clave de lo que es ese “lo que sea” tan fastidioso, y que el comprender quién es y quién no es imbécil nos ayudaría a lidiar con la imbecilidad. Al ver con mayor claridad por qué la de imbécil es una denominación merecidamente desagradable para esta clase de persona, nos sería más fácil sobrellevarlos, tener una idea más precisa de por qué nos resultan tan inquietantes, saber cómo podríamos responder de un modo más productivo y determinar qué vale la pena combatir y qué no.
También me preocupaban la profusión de imbéciles que se estaba dando en la sociedad y la posibilidad, nada insignificante, de que Estados Unidos se hubiera convertido ya o estuviera a punto de trocarse en un sistema “capitalista imbécil” abocado de manera inherente a decaer. Lo más preocupante es que, a medida que proliferan aquéllos, las personas que defienden la cooperación van perdiendo la disposición a mantener las instituciones necesarias para que funcione el capitalismo conforme a sus propios valores comunes (prosperidad compartida, niveles de vida en ascenso, etc.). Aunque el modelo que describí es aplicable a una sociedad más amplia, podemos reconocer sin miedo a equivocarnos que muchos de nuestros males proceden de forma directa de nuestra política. Hay muchas probabilidades –si no un cien por cien– de que se haya instalado ya en nuestro sistema el capitalismo imbécil.
En cuanto a su funcionamiento, un sistema capitalista imbécil politizado opera como el empresarialismo de mercado y también puede propiciar riquezas, aunque en su caso no hay ninguna “mano invisible” capaz de beneficiar a todo el mundo, como ocurre en los planteamientos de Adam Smith. Los empresarios que ocupan cargos públicos o actúan en torno a ellos siembran la discordia entre el electorado a fin de indignarlo, motivarlo y exprimir toda ocasión de aumentar su poder o sus beneficios. Cada uno ve al resto actuar del mismo modo, y este hecho se convierte en su única justificación. El sistema se vuelve corrupto y genera más corrupción en un proceso que se alimenta a sí mismo, y las divisiones que se han fomentado corroen a la sociedad en general al agriar amistades, reuniones familiares y veladas. Tras un rato incómodo de conversación en cualquier cafetería, no podemos dejar de maravillarnos de que alguien que parecía inteligente pueda defender semejantes bobadas, y aunque se trata de las tonterías de siempre, a continuación no nos queda más remedio que preguntarnos cómo pueden volverse tan cotidianos tales sinsentidos entre personas lo bastante agudas y decentes para pensar de otro modo. El espectáculo cotidiano de la pugna política se vuelve repugnante. Sólo los más sobornables o presuntuosos pueden tener el estómago necesario para presentar su candidatura. Vemos a muchas personas buenas intentarlo y desplomarse tras dejar su huella a modo de advertencia para el resto, salvo muy raras excepciones. A menudo ocurre que las buenas gentes que resisten, gracias a la tolerancia desarrollada frente a los abusos que reciben y provocan, acaban por tornarse poco a poco en los imbéciles contra los que en otro tiempo habían despotricado.
Entonces, ¿qué hay que hacer? ¿Cambiar las reglas? Por supuesto, pero ¿cómo, cuando éstas son obra de los mismos imbéciles que tienen el poder necesario para vetar o subvertir las que puedan no interesarles?
Y es aquí precisamente, en este momento de impotencia, donde radica el atractivo de Trump. Para quienes desprecian el sistema establecido, supone la esperanza de la implantación del orden por parte de un déspota. El progreso, en nuestro sistema degradado, puede parecer en ocasiones cuestión de ganar una lucha de imbéciles. Cabe, pues, preguntarse sinceramente si el superimbécil, el imbécil alfa, no podría hacer al público el grandísimo favor de restaurar un modo u otro de cooperación.
¿A qué debe Trump su atractivo? ¿Por qué resulta afable este hombre amante del oro, rico como Goldfinger, aunque más vulgar y simpático? Es cierto que gusta a muchos (como a su crítico John Oliver, quien ha afirmado: “Hay una parte de mí a la que hasta le hace gracia este tipo”), pese a que sus fallos no pueden ser más manifiestos.
¿Qué es, por otra parte, lo que lo hace tan desestabilizador? ¿Por qué nos quedamos mirando atónitos, con el desconcierto de quien se siente a un tiempo perturbado y divertido? ¿Cómo consiguió trastornar hasta tal extremo las elecciones primarias del Partido Republicano? ¿Qué riesgos puede suponer para nuestra democracia? ¿Vale la pena correrlos?
Todos podemos coincidir en que el de Trump es un caso terminal de lo que Jean-Jacques Rousseau llamaba “amor propio” o, por expresarlo de un modo aproximado, de una autoestima muy agudizada. Llama la atención con el propósito de elevar su posición a ojos de los demás, y por ello se propone demostrar sin descanso que es “el más grande”, “el mejor”, el que tiene “el pulso más firme”, para poder alimentar y acrecentar su estimación propia. Va mucho más allá de lo que puede por derecho, y sus seguidores lo toleran, se lo perdonan sin más con la esperanza de que, como contrapartida, traiga orden y, en consecuencia, trabajo. La idea de que un déspota puede estar más capacitado para instaurar el orden se remonta a uno de los más eminentes de entre todos los autores de la filosofía política, Thomas Hobbes, y merece el respeto que sólo puede otorgársele mediante su total entendimiento. Sin embargo, en mi opinión, puede quedar rebatida por el republicanismo de Rousseau, que a su vez nos ayudará a preguntarnos si Trump, el déspota, es a la postre compatible con la democracia.
El comportarse como un payaso bobo constituye el estilo distintivo de la imbecilidad de Trump. Explica tanto su éxito como su conversión en un déspota que consiente la violencia. ¿Sabe dónde lo va a llevar su petulancia insaciable? ¿Es consciente por entero de los cambios irrevocables que está propiciando mientras desbarata la médula misma de la cooperación democrática? No lo creo, y tan feroz omisión, por más que se dé durante la carrera por el cargo más poderoso de la nación y del planeta, nos deja sumidos en una nauseabunda incertidumbre respecto de nuestro futuro. Esto, me atrevo a aseverar, explica tanto su contribución real como el peligro que supone para la república.
Por consiguiente, para considerar si la de tener a Trump de presidente constituye una propuesta sensata, y para arrojar cierta luz sobre el problema del capitalismo político imbécil, debemos observar nuestro interior, las bases mismas de nuestro contrato social, la naturaleza del orden y la autoridad que se dan en una democracia, y los medios que tenemos a nuestro alcance –si es que los hay– si queremos salvar nuestra unión.