Según parece, Madrid se erigió como como un asentamiento árabe hace más de diez siglos, a casi setecientos metros de altura sobre una meseta y, a partir de entonces, fuimos llegando todos. Del mismo modo que Argentina ha dado lugar al tenebroso concepto que define un «desaparecido», en Madrid apareció por primera vez el de «quinta columna» en la Guerra Civil española cuando el general Mola, uno de los sublevados del bando nacional, al frente de cuatro columnas, definió como quinta fuerza a los resistentes de la ciudad que deberían sumarse al alzamiento. Décadas después en la Transición, la «movida», otra definición, nombró el cambio del carácter de la ciudad con una mirada radical y abierta. En el germen de la movida madrileña está la impronta de Madrid, una urbe de aluvión donde casi todos llegan para convertirse en gente del lugar. Y esa es su fuerza ya que esa masa se mueve a su aire, al margen del poder, y así como Londres tiene una energía creadora y solidaria al margen del marco oficial de la City financiera y el Brexit secesionista o Berlín se mueve de espaldas al establishment que representó la austeridad y los recortes de la última Gran Crisis, Madrid poco tiene que ver con su representación del Estado español, el poder financiero y una corona en días menguantes. Decir que Madrid es su gente es una puerilidad: Madrid es la indiferencia estoica, creativa y resistente frente a un poder que normalmente representan oficialmente los partidos conservadores y que, esporádicamente desaprovecha la izquierda.
En poco tiempo, Madrid se ha convertido en un banco de ensayo de contrariedades que se inicia con la pandemia, la cual, es verdad, también somete al resto del planeta, pero a la que se ha sumado aquí una nevada propia de Moscú que tapizó insólitamente de blanco la ciudad para convertirla días después en una pista de hielo siniestra, soportó la explosión en la zona antigua de un edificio, en la zona antigua de la ciudad con varias muertes y en la madrugada de ayer vio cruzar por su cielo una bola de fuego que cruzó la atmósfera a más de 126.000 kilómetros por hora.
España registra récord de contagios por segundo día consecutivo
Solo nos falta una invasión alienígena, se escucha en las tertulias después del vuelo del asteroide de anoche. Estamos más cerca. También parece más débil la resistencia ante el disparo imparable de las cifras de la covid que sin ser las mayores de España son temibles –la tasa de contagio es superior a mil casos por cien mil habitantes en algunas zonas con un crecimiento del 10% en las últimas 24 horas– y el resentimiento económico de todo el sistema como eco lógico de la crisis sanitaria. La aparición en Manaos, después de la nueva cepa que llega del Reino Unido, de una variante inédita, pone en todo en máxima alerta.
¿Qué hacer? Si la respuesta en 1936, los tiempos de los quintacolumnistas, provenía de Lenin puede que ahora, aunque mitológica, nos acerque a Sísifo y debamos subir, sin doblar la moral, una y otra vez la piedra hasta el último de los setecientos metros sobre los que se alza la ciudad. Pero no necesariamente es una tarea estéril. Al menos Camus advirtió que el destino se puede labrar.
Camus se detiene en el momento en que Sísifo ve caer la piedra después del esfuerzo que le ha costado subirla, y comienza a descender hasta el pie de la montaña. Desde la cumbre y hasta el momento de llegar al punto de partida, en esa pausa, Sísifo vive la hora de la conciencia. “Si este mito es trágico, piensa Camus, lo es porque su protagonista tiene conciencia”. Y lo compara con el trabajador que emplea todos los días de su vida en la misma tarea, y aventura que su destino no es menos absurdo, “pero no es trágico sino en los momentos en que se hace consciente”. Se supone que en la lucidez se centra el mayor castigo de los dioses porque allí se haría evidente su destino. Sin embargo, en ese instante, a través de la conciencia, se consuma su victoria: “No hay destino que no se venza con el desprecio”, dice Camus.