Nunca lo hubiera imaginado tan directo y entusiasta, fue uno de los pocos entrevistados con los que me saqué varias fotos para el programa en la televisión mexicana.
Periodista, director de revistas, funcionario público, fundador de proyectos como SepSetentas, quería ser ese viejo tranquilo que en Atenas se sentaba al pie de un árbol en cuyo derredor se juntaban los hombres, a quienes contaba una y otra vez la idea de la “Odisea”.
Fundador de su propio mundo, sus clases en la Universidad eran atrapantes, se le daba por contagiar sus fantasías, el placer de la lengua y el acercamiento a la cultura, relacionar temas con toda la apariencia de no tener nada en común, recomendar novelas y autores, comentar con sus alumnos individualmente o en grupo sobre un trabajo encargado o aspectos de la clase finalizada minutos antes.
Con Gustavo –quien me contó que había descubierto su vocación de escritor desde niño cuando ganó un concurso organizado por la embajada argentina para escribir una biografía del General San Martín– pude hablar sueltamente de dos temas que no me resultaban ajenos, docencia y literatura.
Jugaban a favor de nuestro rápido acercamiento las referencias que yo tenía sobre su tarea como profesor universitario a través de alumnos suyos –no en Estados Unidos donde enseñaba en ese momento– y de dos de sus novelas exitosas: “Gazapo” y “La Princesa del Palacio de Hierro”.
El quehacer literario lo vivía como una aventura que bien valía ser vivida, es un acto de fe que alegra las neuronas, lo decía convencido, inquieto por el proceso mismo del acto creativo como por la docencia.
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Su primera novela “Gazapo”, escrita a los 23 años de edad, lo convirtió en un célebre escritor. Se tradujo nada menos que a 14 idiomas. Fingidamente registrada en vivo por una grabadora para que todo lo que le pasa a sus personajes quede en el mundo de la palabra hablada, ese registro básico es a la vez utilizado para suscitar nuevas grabaciones, o para contradecirlas; o es empleado dentro de una narración que uno de los personajes, tal vez alter ego del autor.
Palabras más, palabras menos, todas son palabras Como en el segundo Quijote en que los personajes discuten el primer Quijote y hasta las aventuras apócrifas que les inventó Avellaneda, los personajes de Sainz pasan y repasan su propia novela grabada.
Sus novelas, al igual que la vida, riesgo y aventura, emparentadas carnalmente con el hombre del surf colmado de incertidumbre ante el comportamiento del oleaje, desdeñan al hombre cochero que tiene la certeza que le da la hoja de ruta.
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¡Basta de novelas realistas poseídas por el ánimo de reflejar! ¡Poseídas por el arte de lo verosímil! ¡Satisfechas en su imitación de la vida! Sáinz tenía propósitos absolutamente distintos.
Aquí transcribo fragmentos de “La Princesa del Palacio de Hierro”, publicada en 1974, después de “Gazapo” (1965) y “Obsesivos días circulares” (1969) con la que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia:
1. Sé poco de enfermos. Oye, pero la tipa estaba de sanatorio. Se vestía de hombre, con sombrero, corbata y todo, tú ¿y sabes a quién se parecía? Bueno ¿te acuerdas de Mercedes, la que era novia de mi hermano? Sí, diablos, esa que le ponía los cuernos, esa que le veía la cara ¿no? Pregúntame si para entrar se los tenía que limar detrás de todas las puertas ¿eh? Y no era que se pareciera, sino que se ponía a maquillarse igualito, a peinarse igualito, a vestirse ¿no?, a fumar igual, todo igual igual. Y en la bolsa, tú, donde los hombres traen sus credenciales y las tarjetas de crédito y el pañuelo para limpiar sus venidas, ella traía las pomaditas. No me lo vas a creer, pero la detenía un agente de tránsito y ella se metía la mano al sobaco, como para sacar su credencial de influyente y no, ay no, señor, estoy muy fea, y chíngale, un tubito como de pasta de dientes, tú, lleno de pomada que se tiene que aplicar en la pierna, pues cada vez que se asusta, o se sobresalta, o se altera, o se pone nerviosa ¿no?, le sale una ronchita roja en salva sea la parte, y ella tiene que sacar un tubito y levantarse la tela del pantalón y exprimir sobre la manchita el gusanito blanco y masajear, sobar, acariciar, mientras el agente repite su licencia. Vestida de Hombre ¿no? Y era muy amiga de mis vecinas, las de Guadalajara Pues, y estaba siempre en su casa o les hablaba a todas horas o venían a visitarme. A veces salíamos juntas ¿no? Casi siempre salíamos juntas.
(…)
Íbamos con frecuencia a un lugar que estaba en un sótano, en el sótano de una casa muy antigua. Se llamaba Las Dos Tortugas y el dueño era un señor muy chistoso. Entonces fíjate que él tenía todo el sótano decorado de manera muy burdelesca, así, como de casa de citas, porque ponía, en unos cuartos ponía… Sótanos, sótanos como los que se usaban en las casas antiguas para almacenar cosas… Ponía redes, en otro pintaba cosas, pero donde estaba el cuarto principal, donde se supone que se concentraba la gente y ¡vaya si se concentraba!, tenía todo lleno de brujas, brujas con escoba y todo ¿no? Colgadas. Chiquititas así, colgadas. Y a todas les enchuecaba las patitas para que se parecieran a mí, digo, todas las brujitas eran yo, tenían las patitas hacia adentro, como camino yo, como me paro yo. Entonces, cuando se iban acabando mis zapatos tenía como consigna ineludible ¿verdad?, que los tenía que ir dejando allí, porque como yo siempre bailaba, bueno, era la que animaba más, la que bailaba más. Era conocidísima ¿te imaginas? Y todos me querían mucho… Aparte de que no dejaban entrar a gente de mi edad ¿no? Aunque a veces llegaba y tampoco me dejaban entrar, porque había espectáculos medio fuertes. Entonces me decían no, no entres. Con mi hermano siempre ¿eh? Nunca sola.”
Gustavo Sainz falleció el 26 de junio del 2015 en Indiana, Estados Unidos, donde se desempeñaba como profesor de Literatura, a los 74 años de edad.
Ángel Cabaña.