COLUMNISTAS
Lenguaje inclusivo

Debate cancelado

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Educación en CABA. | cedoc

La Resolución N° 2655 del Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires referida a la cuestión del uso del lenguaje en las escuelas ha desatado un aluvión de declaraciones a favor y en contra, con gran repercusión en los medios y las redes. No es mi propósito abrir juicio sobre la medida misma sino reflexionar sobre la forma en que este tema ha caído ya en la grieta, obstruyendo cualquier posibilidad de debate sustantivo. En efecto, basta mirar los titulares de los grandes diarios y agencias de noticias, así como las reacciones en las redes, para descubrir una palabra clave: “prohibición”. En casi todas las notas se subraya que la resolución “prohíbe” la utilización del lenguaje inclusivo en las aulas, una palabra que está totalmente ausente del texto en cuestión. Allí se explicita, en cambio, que la medida se orienta a regular el uso del lenguaje escolar en los niveles inicial, primario y secundario, y en su artículo 1º establece que “en el ejercicio de sus funciones, los/as docentes… deberán desarrollar las actividades de enseñanza y realizar las comunicaciones institucionales de conformidad con las reglas del idioma español…”. Un segundo artículo hace referencia a unas “guías de recursos y actividades” destinadas a “continuar brindando herramientas para una comunicación inclusiva, respetando las reglas del idioma español…”. La palabra “prohibir” no figura explícitamente en la norma y, según surge de sus considerandos, tampoco parece permear su espíritu.

Por cierto que, como cualquier decisión oficial, esta puede ser discutida. Con mayor razón en este caso, pues aborda una cuestión muy sensible para nuestra comunidad y que viene despertando polémica desde hace tiempo, tanto aquí como en otros lugares del mundo. Vale la pena, entonces, impulsar la discusión pública de la medida. Claro que para llevar adelante un debate productivo se requiere voluntad para dialogar y contrastar ideas; como primer paso, escuchar para luego confrontar argumentos y avanzar en la conversación. Lamentablemente, no es lo que está ocurriendo: lo que vemos en estos días reproduce un patrón ya instalado en nuestra esfera pública, donde casi no hay debates sino solo disputas a todo o nada, confrontaciones facciosas con posicionamientos previos a cualquier argumento.

En este caso, los impulsores de la medida no se tomaron el trabajo de adelantarla como propuesta, explicar al público sus alcances y recabar opiniones sobre su contenido, pertinencia y oportunidad. Ese desacierto político favoreció la rápida interpretación de la norma en términos de “prohibición”. Ausente en la formulación oficial, esa palabra, con su fuerte carga semántica, se ha convertido en su clave de lectura y en el eje que vertebra las intervenciones sobre el tema. Así vemos que tanto quienes celebran como quienes condenan que “se prohíba el lenguaje inclusivo en las escuelas” se han abroquelado en trincheras opuestas, listos para atacar al contrario. Si bien han surgido algunas voces que intentan hilar más fino y aportar argumentos sobre diferentes aspectos involucrados en la medida, predominan las acusaciones atronadoras de un lado y del otro destinadas a destruir al “enemigo” en un juego agónico que no lleva más que a la guerra. En este escenario, poco importan el lenguaje, la gramática o la didáctica, evocados vicariamente y subordinados a la pelea mayor. La cuestión central es fijar posiciones, identificarse con los propios e imponerse a los contrarios, para “ganar” la batalla. De esta manera, una vez más el debate ha quedado cancelado antes de empezar.

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*Historiadora. Su último libro: Repúblicas del Nuevo Mundo (Taurus, 2021).