En “un día de abril” del año 2000, Don DeLillo nos presenta a Eric Packer, un megamillonario de 28 años que, en la cumbre de su poder global, decide abandonarse a la aventura de cruzar Nueva York para cortarse el pelo. Está en la cima, sin embargo tiene el aspecto de un enfermo terminal.
Duerme sólo dos o tres días por semana, pero esquiva los sedantes y se niega a consultar a un psicoanalista: “Freud está acabado, ahora toca Einstein”. ¿Cuál es su enfermedad? El mantenimiento de su imperio financiero. Pero no se puede diagnosticar con precisión. Es demasiado actual. Su síntoma es claro: la melancolía que produce el ejercicio pasivo del poder.
Una vez conseguido, el poder flota de un modo expansivo y el pequeño dios que lo ha creado -Packer- no puede hacer otra cosa que verlo. Verlo y sentirlo, porque el sistema de pantallas envolventes de su limousina, en el que los gráficos forman figuras como de cumulonimbus fluorescentes adaptados a la simpleza escalofriante de un radar, establece con su voz y los movimientos de sus manos una “relación”.
Primer principio delilloano de Cosmópolis: el poder no se toca. Está regido por leyes oscuras -las mismas leyes que oscurecen la naturaleza- y no acepta el control humano. Mientras los gráficos que captan los deslices de las bolsas de todo el mundo le muestran al pálido Packer las formas escurridizas de un fantasma, la limousina no hace otra cosa que atascarse. En la calle manda el cuerpo, los objetos, el accidente, la violencia: manda Einstein. Pero ¿qué otra cosa quiere Packer sino caer, al fin, por el agujero de la relatividad?
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El camino de Eric Packer hacia La Peluquería de Don Mateo, donde se prestan servicios a la antigua que no pueden implantarse en una limousina, está sembrado de peligros. La silla giratoria, el sistema circular de espejos y sobre todo, la infancia, son los únicos elementos que Packer considera “fijos”: no vienen a él. Es la razón por la que Mahoma decidió ir a la montaña.
Definamos el peligro como líneas hirizontales que cruzan la línea vertical que nos traslada. Intentos de magnicidio, pompas fúnebres de un as del rap, embotellamientos súbitos y un atentado de anarquistas a la cápsula de Packer, van presentándose al modo de un juego de niveles descendentes.
La realidad se filtra en la limo. Como si los vaivenes maníacodepresivos del yen en las bolsas asiáticas fueran la descripción tomográfica de su interior mental, Packer experimenta una doble ruina que lo empuja a la ofrenda. En las trincheras enemigas -que están en todos lados- lo espera un damnificado de sus grandes éxitos dispuesto a liquidarlo. No hay ninguna línea de la vida que no termine siendo una parábola.
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La cabeza de Packer es una sala de máquinas a la que se le han trabado los engranajes. Ocurre lo inesperado: la máquina cambia sus funciones. Imaginemos una licuadora que de golpe comience a encerar y veremos ese colapso.
Lo que colapsa en Cosmópolis es la identidad y, por lo tanto, todas las leyes de control que la definden. De la noche a la mañana, el yen ya no es lo que era, el halcón de las finanzas está al borde del divorcio, quebrado y con un diagnóstico de próstata asimétrica (que no es grave para nadie, salvo para él, que ama la simetría). Su limousina es chatarra espacial. El gigante está cayendo. Nos enteraremos cuando eso ocurra por el ruido.