OPINIóN
Elecciones 2023

Lo que está en juego

Los votantes argentinos se preguntan qué opción entre Sergio Massa y Javier Milei es menos perniciosa para el futuro común y para el destino personal.

Javier Milei y Sergio Massa en el debate previo al balotaje
Javier Milei y Sergio Massa en el debate previo al balotaje | Cedoc Perfil

Pocas personas llegan a las elecciones del domingo próximo con esperanza. Menos gente lo hace con alegría. En el momento en el que se consagrará al presidente que asumirá el cargo el día mismo en que se cumplan 40 años de la instauración de la democracia, la ciudadanía, mayormente, se pregunta cual de las opciones es menos perniciosa para el futuro común y para el destino personal. No es improbable que los únicos entusiastas, los únicos que viven el proceso con genuina ilusión sean los seguidores más intensos de Javier Milei. Hay allí materia para la reflexión futura.

En el camino hacia la segunda vuelta la ciudad se ha llenado de discusiones. Públicas, privadas, en bares, clubes, oficinas, aulas…La especulación que guía las decisiones responde a una pregunta: ¿cuál es la mejor alternativa para minimizar los daños? ¿Cuál de los candidatos es una amenaza menor?

Los dos candidatos no implican riesgos de la misma naturaleza. Massa es un representante, uno de los más conspicuos, del statu quo: expresa por un lado a una clase política que ha sido incapaz de conducir exitosamente los asuntos públicos. Producto de una combinación, presente en toda la dirigencia en proporciones variables, de incompetencia técnica, labilidad moral, desconocimiento de los problemas fundamentales del país e ignorancia de las tendencias globales, lo que amenaza es la posibilidad de un desarrollo económico sostenible e inclusivo. La economía política en la que se sostiene es la de una trama de intereses sectoriales y corporativos, fundamentalmente rentistas y extractivos, transversal al conjunto de la sociedad: empresarios, trabajadores, sindicatos, gobernadores, movimientos sociales, funcionarios públicos, corporaciones de diversa naturaleza, desde el poder judicial hasta los clubes de fútbol. Hay quienes le atribuyen también una vocación hegemónica, y suponen un programa de permanencia en el poder que provocaría una crisis de la alternancia democrática. Es cierto que el peronismo ha mostrado esa tendencia, es cierto también que, aun en las épocas más intensas de la experiencia kirchnerista, disponiendo de inmensos recursos a la vez políticos y materiales, ese impulso nunca traspasó los límites del juego democrático. No hay más que mirar la derrota electoral en Tigre, en momentos en que Massa mismo disponía de todas las herramientas para que su esposa ganara esa elección, para moderar el temor al cesarismo massista. Como señaló uno de los más agudos historiadores de la hora actual: “Parece poco verosímil el argumento ‘si llega no lo sacamos más, se queda 10 años’. Lo veo como una lección mal aprendida de la experiencia K, que tuvo mucho viento de cola y una oposición muy fragmentada. No es el caso hoy, bajo ningún aspecto.” Otro observador, economista de inteligencia afilada como una navaja, y fiel a las exigencias de la macroeconomía, lo puso en estos términos: “Desde el quiebre de 2011, que yo llamo la estanflación estructural del bicentenario, los gobiernos electos duraron solo un mandato. Y Massa en mi opinión no va a ser la excepción. Allí, atrás, la estructura económica y su dinámica es la fuerza que ocasiona mucho de lo que desde la política no se puede explicar".

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Javier Milei y Sergio Massa
Javier Milei y Sergio Massa durante el último debate presidencial antes del balotaje

Massa expresa el fracaso de una idea: la de la democracia como motor del desarrollo, de la creación de oportunidades, del buen funcionamiento del ascensor social, de la modernización de la estructura productiva del país, de la dinamización de la sociedad civil. Es al mismo tiempo causa y consecuencia de ese fracaso: si el país hubiera encontrado un rumbo, la dirigencia política debería haberse renovado en busca de otras cualidades; que el país no haya encontrado el rumbo es en gran medida responsabilidad de esa misma dirigencia que, en todo el espectro político, sigue todavía definiendo tanto la agenda como las prácticas concretas con las que llevarla adelante.

Milei, por su parte, impugna la idea misma. La familia política a la que pertenece es ajena a la tradición de la democracia liberal. Entre sus parientes contemporáneos se encuentran Abascal y Ayuso, Meloni y Trump, Bolsonaro y Kast, Le Pen y Orban. Conocemos a sus mayores, ya no solo opuestos al contenido liberal de la democracia sino enemigos de la democracia misma: el franquismo, el fascismo, el pinochetismo, el integrismo católico y, en no pocas de sus variedades, el racismo y el antisemitismo.

Esa foto de familia no es esperanzadora. No por el énfasis en el mercado como regulador de todas las relaciones sociales -idea principal, si no única, del proyecto político de Milei-, sino porque la tradición de la que es parte no discute principalmente el alcance que el Estado debe tener en la vida pública sino el proyecto mismo de la modernidad: sociedades plurales, individuos autónomos, una idea de la libertad que convive con una potente idea de igualdad y de justicia, la construcción de sociedades diversas pero integradas, la existencia de bienes públicos que ecualizan las diferencias inadmisibles y contribuyen a construir una comunidad política de actores capaces de cooperar en beneficio mutuo. La de Milei no es una familia reformista, como las que, de la socialdemocracia a la democracia cristiana, del laborismo al conservadurismo, han construido las mejores sociedades del mundo contemporáneo. Es una familia revolucionaria, que propone la restauración de un antiguo orden.

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La pertenencia de Milei a esa familia no es resultado de la arbitrariedad analítica, ni se limita a la evocación de la presencia de José Antonio Kast y Eduardo Bolsonaro acompañándolo el día de la elección, o de Santiago Abascal recibiéndolo en España y enviando delegados a celebrar su victoria. Se expresa en el programa de su partido y en las declaraciones de sus más destacados miembros. Lemoine calificando de patriota al líder neonazi Pampillón; Mondino haciendo una analogía entre los homosexuales y los piojosos; Villarruel repitiendo literalmente el discurso de Massera no son anécdotas, son la evidencia de una configuración mental en la cual esos temas organizan la visión del mundo.

Milei no habla la lengua de la democracia. La lengua de la democracia exige la argumentación pública, la duda, la aceptación de la legitimidad de los diferentes y de los adversarios, el respeto y el reconocimiento. Exige escuchar objeciones y modificar los puntos de vista. Es una lengua dialógica, totalmente ajena al candidato de LLA. La importancia de la lengua de la democracia no reside solamente en su potencia para crear una comunidad política en la que habiten todos, en la que podamos vivir juntos. Si bien eso es lo esencial, lo trascendente, esa lengua es valiosa también por sus cualidades epistémicas, por su capacidad de producir un conocimiento colectivo que no es posible adquirir con el discurso autoritario de quien no acepta réplicas. Es una lengua de conocimiento en oposición a la lengua de la fe, característica de los creyentes, sean religiosos o ideológicos -y Milei es ambas cosas.

Ello explica la retroversión de la conversación pública. Porque si es cierto que el peronismo está intelectual y emocionalmente impedido de poner en la agenda muchos de los temas cruciales de nuestro tiempo, el discurso reaccionario de LLA repuso motivos que nuestra cultura había ya resuelto, luego de largas y muchas veces ásperas controversias. El peronismo no puede hablar de temas cruciales, Milei niega que sean cruciales: el cambio climático, el futuro de la democracia, la cohesión social… Como dijo el mismo agudo economista: “Los temas globales (democracia y paz global, cambio climático y postpandemia) son negados o semi negados o puestos en tercer plano por la coalición que vota a Milei.”

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Es muy posible, como muchos creemos, que Massa sea proclive a confundir los bienes públicos con los privados. Si es así, y creo que lo es, se trata de un defecto mayor. Pero es un defecto del sistema. La crítica que se debe hacer es a la vez política, moral y jurídica. Ese vicio no lo pone sin embargo en una familia política ajena: en todos los espacios hay corrupción, y si bien en este asunto la cantidad implica también calidad -no es lo mismo la pequeña corrupción de los políticos que la gran corrupción que hemos conocido en el kirchnerismo- nuestro proyecto de vida cuenta con los instrumentos adecuados para enfrentarlo. El rechazo de este candidato por sus eventuales prácticas corruptas supone una exigencia de pureza moral, una politización de la política que es ingenua y, peor aún, peligrosa: ninguna familia política es absolutamente pura. Cada una de las que se erigió en salvadora moral de la sociedad dejó tras de sí una huella de sangre y de horror incomparable.

Repudiamos la corrupción por razones éticas y la perseguimos con argumentos jurídicos, sabiendo que en cualquier espacio político puede haber y de hecho hay corrupción, limitada o desmedida. Pero las elecciones políticas tienen que ver con ideales de justicia, solidaridad, equidad, libertad, prosperidad compartida... La coalición que sostiene a Milei no participa de esos ideales. Es más: los desprecia.

La sociedad argentina no está frente a la alternativa de elegir entre contendientes que participan de una misma razón pública. Uno, lleno de vicios, imperfecto, oportunista y demagógico, integra sin embargo un movimiento que ha sido durante cuarenta años parte de un mismo proyecto democrático. No es, no hubiera sido nunca el candidato seleccionado por una gran parte de la sociedad. No hubiera sido nunca un candidato al que entregara mi voto. Pero la opción no es entre dos políticas y dos políticos: es entre dos proyectos civilizatorios. Uno, el nuestro, imperfecto, incumplido, frustrado y frustrante, laborioso y lento, y el otro, que se inscribe en una de las peores tradiciones de la política moderna: el de una extrema derecha radical que ha cubierto de intolerancia, despotismo y dolor gran parte del mundo durante mucho tiempo, y que regresa un poco en todos lados extendiendo la larga sombra de los mismos cuchillos con los que ya ha atravesado innumerables cuerpos. Sorprendentemente, muchos viejos compañeros de la ruta iniciada en 1983 no ven con repugnancia ser parte de un proyecto de extrema derecha. Hay que recordarles, a ellos, a nosotros, a todos, que Milei no es Milei: es una historia, una tradición, una serie de prácticas, una memoria, una visión del mundo, una idea de civilización que pretende deponer la nuestra. Es lo que la democracia siempre repudió, esas mentes fanáticas que desprecian la libertad, la igualdad, la justicia, el pluralismo. Es contra eso contra lo que debe levantarse la democracia liberal, a la izquierda y a la derecha. El domingo la sociedad argentina decidirá si el 10 de diciembre celebrará las cuatro décadas de la instauración democrática o entonará las primeras estrofas de un himno funerario.