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Massa, en plan “vamos viendo”

El bono del ministro-candidato chocó con los gobernadores del PJ. Y la meta fiscal con el FMI es de difícil cumplimiento.

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Botín, Sergio Massa. | Pablo Temes

No fue una buena semana para Sergio Massa. Las cosas no le vienen saliendo bien al ministro-candidato. El plan platita que necesita implementar desesperadamente para darle aire a su desvaída campaña electoral chocó contra una piedra impensada: los gobernadores, incluidos los propios. La negativa a pagar el bono de 60 mil pesos fue contundente. Nunca había ocurrido algo así en un gobierno peronista. El enojo de Massa es mayúsculo. “A lo mejor así Sergio se termina de dar cuenta de que son muchos los que dentro de Unión por la Patria no lo quieren”, afirmaba en la tarde del jueves una voz desde las entrañas de la Casa Rosada. Está claro que entre quienes lo quieren poco está el presidente saliente. En su creciente tiempo libre, Alberto Fernández se dedica a compartirles a algunos de sus interlocutores sus amargas quejas contra Cristina Fernández de Kirchner y contra el exintendente de Tigre.  

El plan platita representa un brutal aumento de la emisión monetaria. La maquinita está funcionando a full. Al ministro no le importa nada; al Gobierno, tampoco. Hay que ganar la elección como sea. Esa desaprensión también encuentra su razón de ser en que, en caso de no llegar a ser reelectos, la tremenda maraña de emisión de pesos que van directo a la inflación será un problema mayúsculo que deberá afrontar el próximo gobierno.

El porqué de los elogios a Milei

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El resultado definitivo de las PASO confirmó el pronóstico de Cristina Fernández de Kirchner: el escenario electoral está dividido en tercios. Matemáticamente, Unión por la Patria tiene chances de acceder a la segunda vuelta. A Massa, eso lo envalentona. Es un dato que hace incomprensible a la Argentina en muchas partes del Mundo. “¿Cómo es que el ministro que ha llevado al país a la inflación más alta de los últimos treinta años tenga chances de ganar la elección?”, se preguntan con una pizca de azoro muchos analistas prestigiosos de distintos países.

Pero aún hay más en este descontrol económico y financiero desatado para sostener el plan de emergencia de cara a las elecciones generales. El Gobierno modificó el Presupuesto y otorgó un millonario aumento del gasto con partidas para subsidiar la campaña y ayudar a sostener a las empresas públicas. Todo debe estar aceitado a la perfección. Se trata de una de las mayores ampliaciones presupuestarias de los últimos tiempos. “No es el plan platita, es el plan justicia”, se atrevió a decir el presidente Alberto Fernández, como si él y su administración no fueran los responsables de este presente lleno de penurias que dejó al país al borde del abismo.

La vicepresidenta en funciones mantiene el silencio. Sabe que es mejor callar que hacer el papel de comentarista de la realidad que le es hostil y con un final abierto de cara a los comicios de octubre. No se jugará por Sergio Massa; ni ella ni los intendentes y gobernadores que le han dado vuelta la cara esta semana al ministro-candidato quieren quedar pegados a una posible derrota. CFK es experta en salir de la escena cuando las papas queman.

En este festival de emisión descontrolada, la meta fiscal del 1,9% de déficit que el Gobierno se comprometió para este año ante el Fondo Monetario Internacional parece difícil de cumplir. Es parte de otro modus operandi del kirchnerismo en general y de Sergio Massa en particular: el “vamos viendo”. Así lo describe un funcionario identificado con la antigua ancha avenida del medio: “Cuando estás tan cerca de las elecciones, no tenés opción: o pisás el acelerador o te despedís. Sergio es un campeón en ganar tiempo. Sabe cómo patear la pelota para adelante”.

En Washington no piensan lo mismo. El humor está caldeado. Los burócratas del Fondo exigieron –con razón– conocer el impacto fiscal de las medidas de auxilio anunciadas por el ministro de Economía en modo campaña. Estas son las consecuencias del doble rol del tigrense. No solo es una aberración ética, también aparecen las consecuencias de su accionar en materia ejecutiva. Un delgado equilibrio que ya ha sido violentado en otras oportunidades.

En No Tan Juntos por el Cambio siguen ensayando fotos de unidad para intentar tapar las heridas autoinfligidas en la riña de campaña. No será tarea fácil. En la Ciudad de Buenos Aires, luego del ajustado triunfo de Jorge Macri sobre Martín Lousteau, un abismo separa a la UCR del PRO. Muchos radicales se sienten más cerca de Leandro Santoro a sabiendas de que no es un kirchnerista confeso. A nivel nacional la película no es muy distinta. En el radicalismo nadie está dispuesto a pactar con Javier Milei para “auxiliarlo” en materia de gobernabilidad y crece la desconfianza sobre el rol de Mauricio Macri en ese sentido. Ya no es un secreto que, ante un triunfo del libertario, el PRO cerrará filas con él. Las horas de la coalición opositora están contadas.

Hora de un baño de realidad

Patricia Bullrich tampoco se siente cómoda. “Si no es todo; es nada”, rezaba su claim de campaña mostrando su costado extremo de firmeza que apelaba al orden y el apego a la ley sin diálogo posible con el kirchnerismo. Sin medias tintas, cargaba contra Horacio Rodríguez Larreta. Ese perfil inflexible y aguerrido, sin lugar para los débiles, hoy es patrimonio de un irascible Javier Milei. En el intento de reconfigurar su perfil, la extitular de la cartera de Seguridad optó por cerrar filas con Carlos Melconian como su ministro de Economía. Un hombre experimentado en surfear las olas de las múltiples crisis argentinas y muy hábil declarante en los medios. Ideal para desarticular los puntos débiles del plan Milei que, según dijo el propio Melconian, hace agua por todos lados.

Entre tanta frivolidad, la realidad ha vuelto a golpear a la sociedad con el asesinato del joven ingeniero Mariano Barbieri. Un recordatorio cruel de que la Argentina actual es inviable. No se trata solo de la inseguridad. Es la impericia de todo el arco político, que dejó en su camino generaciones diezmadas sin educación, sin oportunidades y a merced del narcotráfico como mecanismo de ascenso social en el submundo de la delincuencia.

Una deuda gigantesca que los políticos y toda la clase dirigente tardarán años en pagar.