Primero que nada, nos tenemos que poner de acuerdo con el nombre. El gobierno insiste en llamarlo “Aporte extraordinario y solidario para morigerar los efectos de la pandemia”, pero casi nadie le dice así. En cambio, en los medios, y popularmente, se impuso el nombre mucho más práctico y descriptivo de “impuesto a la riqueza”. Está claro que la versión oficial, con tanto palabrerío, busca disfrazar de lo que en el fondo se trata: un nuevo gravamen a las grandes fortunas personales.
La esperanza es que, una vez la AFIP lo aplique, se recauden más de 300 mil millones de pesos, que sirvan para bajar en un punto el déficit fiscal. Para más datos, se pagaría una sola vez, en principio, con una alícuota progresiva del 2 al 3,5%, y alcanzaría a unos 9200 millonarios. Los datos son estos. Pero, si se trata de algo menor y excepcional, como insiste el gobierno, eso no nos está explicando por qué este tema está en el centro de la agenda nacional, y generando rechazo por parte de sectores que ni siquiera estarían afectados por él.
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Obviamente, es otra batalla simbólica en un país fracturado. Ni siquiera nos ponemos de acuerdo con el nombre, y menos aún con su utilidad y necesidad. Si la sociedad sale a rechazarlo no es porque quiera defender a los millonarios, sino por el hartazgo que le produce todo lo que empiece con “impuesto”. Argentina es un país abarrotado de impuestos (166, según los conteos más recientes), y una familia argentina promedio trabaja casi la mitad del año (hasta el 28 de junio, para ser precisos) sólo para pagarlos.
Un impuesto más no genera ninguna simpatía, sea para quien sea. En esto, se combinan muchos factores, no sólo el rechazo a la idea de tener que pagar, en general, sino, ante todo, la desconfianza hacia el estado. Porque la percepción es que ni estos 300 mil millones, ni muchos más, servirían para que se resuelva ninguno de los problemas de la sociedad (como mucho, y por un corto tiempo, podría resolver los problemas del propio estado). La prueba es que hace años que venimos pagando, y cada vez más, y el país sigue sin despegar. La conclusión es obvia: el estado no administra esos impuestos eficientemente. Se los patina. Y después dice que es porque no recibió suficiente.
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Esta idea de fondo está tan implantada en la sociedad que explica el auge de figuras políticas y mediáticas, como José Luis Espert y Javier Milei, e incluso de influencers, que promueven las ideas libertarias: achicar el estado, pagar menos impuestos, dejar la economía en manos del mercado. Muchos pensamos que esta tampoco es la salida ni la panacea, pero cuesta convencer a un público que ya está tan desengañado con respecto al sector público y a lo que pasa con sus impuestos. Y en el ámbito más reducido de los millonarios, tampoco es todo color de rosa. Muchos han logrado hacer sus fortunas arriesgando y pese al hecho de que emprender en Argentina es como jugar a la ruleta rusa. Ser millonario no es ilegal, ni hay que castigarlo.
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En economía, la curva de Laffer nos muestra un concepto sencillo. Si los impuestos fueran del 0%, entonces el estado, obviamente, no recaudaría nada. Pero si los impuestos fueran, en un escenario absurdo, del 100%, entonces nadie podría pagarlo y el estado, una vez más, se quedaría con 0. En algún punto, entre los dos extremos, está el equilibrio en que se recauda lo máximo posible. Pasado ese punto, no importa si los impuestos aumentan, el estado seguirá recaudando lo mismo, o cada vez menos. Contra toda la teoría económica, en la Argentina el sector público necesita comer cada vez más, como un monstruo, porque hay cada vez más personas que dependen de él, y la carga impositiva se vuelca cada vez más sobre los pocos que pueden pagar.
Si este nuevo impuesto ni siquiera es tan relevante, porque no va a cambiar las cosas ni en el corto ni en el largo plazo, tenemos que entenderlo sobre todo como una batalla simbólica. Fue un “capricho” de Máximo Kirchner y de Carlos Heller (hoy en la Comisión de Hacienda, antes miembro del movimiento cooperativo y fundador de Credicoop), y una jugada que sirve para seguir profundizando el relato, para confrontar con los sectores de siempre y también, hacia adentro, para seguir marcándole la cancha a Alberto. El presidente es cada vez más el que se encarga de pagar el costo político y los delirios de un grupo de alucinados que quieren hacer la revolución, pero no tanto.
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A nivel político, La Cámpora sigue subiendo las pulsaciones y acelerando el momento de la ruptura con Alberto. Él, por ahora, resiste, pero llegado el momento tendrá que despegarse de las bases y recostarse en los intendentes y gobernadores para mantener el poder. Mientras tanto, confiado quizás en que puede demorarlo, o quizás postergarlo para siempre, sigue haciendo este tipo de concesiones, para la vidriera, que le granjean el visto bueno de un sector cada vez más reducido de la sociedad, mientras le generan el desprecio de la mayoría. Si no se apura a tomar sus propias decisiones, corre el riesgo de ser un presidente impopular entre propios y ajenos.
“La visión gubernamental de la economía puede resumirse en unas cortas frases: si se mueve, póngasele un impuesto. Si se sigue moviendo, regúlese, y si no se mueve más, otórguesele un subsidio.” Ronald Reagan
CT CP