Lo más relevante del acto motorizado por Cristina Fernández de Kirchner el 25 de Mayo fue su intrascendencia. Fue, al fin y al cabo, la manifestación de la imparable pérdida de su poder. Salvo el magnificente y costosísimo escenario que ocuparon la vicepresidenta y sus acólitos, montado de espaldas a la Casa Rosada, todo fue decadente. La decisión de emplazarlo en ese lugar fue un intento de marcar su ajenidad al Gobierno. “Me encanta la lluvia”, dijo, adecuadamente protegida del agua mientras, abajo, sus seguidores se empapaban bajo una tormenta que arreciaba.
El “sincericidio” ocurrió cuando señaló que, con sus errores y diferencias, este gobierno –su gobierno–, es mejor que el de Macri. Allí terminó de reconocer el fracaso de la gestión de Alberto Fernández y el suyo propio. La idea que ha querido imponer el kirchnerismo de que este gobierno no le pertenece tiene aceptación solo en el núcleo duro de los fanáticos K. Es un núcleo cada vez más reducido. Sorprendió la pobreza cuantitativa y cualitativa de los dirigentes que la rodeaban. Atrás, quedaron los tiempos de cuadros políticos prometedores, que la realidad se ha encargado de barrer con brutalidad. El acto del jueves pasado fue una muestra de eso: la angustia que genera en los dirigentes y en la propia militancia la carencia de herederos y figuras de peso para la sucesión. La lluvia torrencial actuó como una metáfora cruel de esa intemperie. Aquel plan inicial de alternancia indefinida, en el poder Néstor-CFK quedó trunco por la biología y la ilusión de encontrar en Máximo K una continuidad sostenible, quedó hecha añicos por su propia incapacidad. Hay que recordar que el así llamado “Operativo Clamor” se proponía reventar la avenida 9 de Julio. La realidad le fue mostrando a los líderes de La Cámpora que eso era un imposible. Por eso, el acto se mudó a la Plaza de Mayo, a la que los manifestantes llenaron por la mitad con el agregado de unas cuadras de las avenidas de Mayo, Sáenz Peña y Roca, lo cual quedó lejos –muy lejos– de las 500 mil personas que se anunciaban en los medios oficialistas. La ausencia de la mayoría de los gobernadores peronistas y de los líderes de la CGT ahondó la soledad de CFK. Es de pura lógica: es muy difícil entusiasmar a la gente con un índice de inflación anual de más del 100% y con un 40% de pobreza en ascenso. El principal problema que enfrenta la vice es que, en el presente, no tiene nada positivo para mostrar. Por eso no profundizó en ninguno de esos dos temas. Es que todo está peor que cuando junto con Alberto Fernández asumieron. De esta forma, a lo largo de su perorata del jueves, CFK tuvo que volver a echar mano a las referencias al pasado. Habló de los doce años de gobierno del kirchnerismo, omitiendo el actual período. Sus referencias al presente aludieron a la Corte Suprema –a la que calificó de mamarracho– y a su supuesta proscripción, una verdadera falacia que no termina de convencer ni siquiera a los propios.
Fue tibia en sus críticas al Fondo Monetario Internacional, seguramente porque comprendió la dependencia absoluta que se tiene hoy de la ayuda del organismo para obtener los muchos dólares que faltan. Una actitud más dura hubiera sido una complicación para el ministro de Economía y aspirante a candidato único del Frente de Todos contra Todos, Sergio Massa, en la antesala de un periplo mendicante que lo llevará primero a China y luego a los Estados Unidos. Toda esta situación es la causa real de la decisión de la vicepresidenta de no candidatearse. Las encuestas propias le están mostrando un panorama electoral tan gris oscuro como el de la tarde del 25. La ilusión del propio Massa pende de un hilo por, al menos, dos condicionantes: el primero es que su suerte está atada a la propia realidad económica. El segundo, que CFK no termina de bendecirlo por la desconfianza que mutuamente se profesan.
Se sabía que la vice no iba a proclamar a ningún candidato. Sin embargo, la disposición del escenario permitió sacar algunas conclusiones que los afiches que aparecieron inmediatamente después del acto, donde se la ve junto a Eduardo “Wado” de Pedro, confirman que es el “hijo de la generación diezmada”, favorito de la vice. Desde el Patria, se animan a repetir lo que parece una realidad “ella eligió morir en la propia, con las botas puestas y rodeada de los suyos”. Y al mismo tiempo advirtieron: “Cuidado que si dentro de Juntos por el Cambio se siguen sacando los ojos y jugando para nosotros, puede pasar cualquier cosa”.
La referencia no es errónea. Las peleas, los pases de factura y las mezquindades de la oposición han convertido –lo que hace seis meses era una victoria segura– en una elección con final abierto. La polarización ha dejado de existir en cuanto a la intención de voto. La irrupción de los libertarios sigue siendo una variable que, aunque difícil de predecir en su anclaje final en la realidad, le quita votos y previsibilidad a casi todos.
En No tan Juntos por el Cambio, las principales críticas son hacia los oficialismos que ellos mismos ponen en tela de juicio ante la dicotomía “continuidad” o “cambio”. Horacio Rodríguez Larreta es el blanco de las críticas dentro del espacio. Las encuestas lo muestran como un exponente de la “continuidad” por su falta de identidad y de definición en sus propuestas. No son pocos los dirigentes del espacio que empiezan a sentirse incómodos con su carencia de asertividad y contundencia. En el rincón de Patricia Bullrich celebran el presente de su competidor como si fuera una victoria propia. Hasta los líderes del radicalismo se animan a volver a soñar con un candidato propio. No hay posibilidades de acuerdo. Las ansias de poder han empujado a todos a una PASO, cuya principal característica no será la competencia, sino la cantidad de heridos que pueda dejar en el camino.
Cuando el poder nubla la visión de los dirigentes, la racionalidad queda en segundo plano. Aún, cuando entre las opciones más realistas, asoma la posibilidad de perderlo todo.