OPINIóN
Volver al orden natural

¿Qué hacemos con la tierra?

Hubo pueblos que supieron compatibilizar el interés privado en la parcela propia con el valor social del campo. Trabajar la tierra sigue siendo sinónimo de crecimiento, pero se usó como excusa para acumular capital. Producir más alimentos palea el hambre, pero ¿se logra si su precio se duplicó en los últimos 15 años?

Las tierras argentinas que atraen inversores extranjeros.
Las tierras argentinas que atraen inversores extranjeros. | Reperfilar

La relación entre población rural y urbana se ha invertido en relativamente pocos años, en casi todo el mundo. Al mismo tiempo, grandes superficies han sido deforestadas o desbrozadas para transformarlas en fábricas de granos, en su mayor parte utilizando fertilizantes, agroquímicos, semillas genéticamente modificadas, máquinas pesadas alimentadas a petróleo o biodiesel, todo contaminante.

Pocos animales siguen pastando en las otrora inmensas praderas; la cría en establos es el modo predominante de producción. Las pocas hortalizas que consumimos ya son mayormente cultivadas en invernaderos. 

Parecería entonces que la presencia humana (y del ganado y animales de granja) es innecesaria, casi indeseable en algunos aspectos…  En contrapartida no parecen obtenerse grandes logros. Por ejemplo, el promedio mundial del precio de los alimentos se ha duplicado en los últimos 15 años, según la FAO.

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Los agricultores tradicionales no dejan de producir alimentos: insisten en aferrarse al terruño, beber su agua, calentarse con su leña, pastorear sus animales, bailar con sus vecinos en las fiestas tradicionales, puntear la tierra y sembrar semilla criolla, cuidada con esmero por generaciones.

No sólo los aborígenes hacen esto; aún existen personas con cultura campesina y cada vez más ciudadanos que intentan volver al campo. Vemos pequeños granjeros que quieren mantener su estilo de vida, a medio camino entre el laboreo manual y el artificial, más cerca de la tierra que del cemento. En estos momentos miles de ellos se están manifestando en Europa contra las políticas centralistas, con sus tractores y tanques de aguas servidas en las calles: la confusión y el grado de conflictividad son enormes. 

Asumimos que los intelectuales, al menos los de pensamiento más difundido, se forman y viven en las ciudades; raramente prestan atención a la vida que hay en el campo. Opinan a veces positivamente sobre la conveniencia de estar en contacto con la naturaleza, pero no lo sostienen con la experiencia: no han vivido y trabajado la tierra, no han conocido -mucho menos internalizado- la cultura rural, el intercambio cotidiano con los campesinos, sus usos y costumbres. 

El propio Karl Marx, estudioso del proceso de acumulación primaria en Inglaterra, del cerramiento y privatización de los campos (“enclosure” en inglés, “alambrado” en rioplatense), quedó luego prácticamente preso de los problemas del proletariado industrial, mayormente urbano. 

Sin embargo, en un rasgo de honestidad intelectual, reconoció en su vejez que el estilo de vida de ciertas comunidades campesinas rusas tenía muchos aspectos deseables, a tal punto que podría no ser necesario para ellas atravesar el proceso industrial capitalista hasta su clímax para arribar recién después al socialismo (ver su correspondencia con Vera Zasúlich). 

Había muchos más ejemplos similares que podrían haberse estudiado.Pero los marxistas, de allí en más, no se han tomado el trabajo de profundizar este tema. Así les fue con la agricultura soviética. Prefieren dedicarse al armamentismo como motor del “crecimiento”.

Pero los demás pensadores modernos tampoco estudiaron a fondo los ejemplos alternativos al capitalismo: el “progresismo” insistió en el “desarrollo” (matizado como “sustentable”, dejando librada la interpretación del adjetivo a la buena voluntad del usuario).  

La palabra desarrollo, en cualquiera de sus interpretaciones, sugiere crecimiento. En concreto: acumulación de capital, capitalismo, explotación del hombre y de la naturaleza. Cuando apelamos al desarrollo sostenible no estamos generando una verdadera alternativa a los males del capitalismo (detectados ya en los 1960s por pensadores progresistas como Habermas).  

 

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La alternativa debe partir de un modo de vida que no requiera acumulación de riqueza a ultranza, sino que pueda mantenerse con un crecimiento mínimo, digamos, de seguridad. Por supuesto que hay que producir más alimentos si se quiere eliminar el hambre, pero no necesariamente con un mayor grado de artificialidad. 

El recurso productivo por excelencia ha sido y será la tierra. La tierra es finita y es sagrada (como es sagrada la vida).  Además, no tiene dueño: está allí desde antes que nosotros, como el agua y el aire. Nos hemos apropiado de los territorios por la fuerza, y basado en ellos nuestros títulos de nobleza y privilegios de todo tipo. Nos tranquilizamos por un tiempo con el “estado de bienestar”, pero ahora estamos nuevamente aplicando la fuerza y la violencia para todo. 

La tierra se concentra en pocas manos, insaciables. No puede durar este método: hay que repensar el asunto; de hecho mucha gente lo está haciendo y elige vivir distinto, en comunidades intencionales de todo tipo, comprando o tomando tierras.  Hay algo más que el mundo financiero, la tecnología de punta, la inteligencia artificial...

¿Qué hacemos con la tierra?

Aún existe un mundo intelectual empático (incluyendo a ciertos periodistas). A veces pareciera que la conversación, la comunicación, es todavía posible.  Me encuentro con un video de la entrevista reciente entre estos dos renombrados periodistas, Jorge Fontevechia y George Monbiot, y recupero un quantum de esperanza: escuchar la variedad y seriedad de las preguntas, la rapidez y lo atinado de las respuestas, la ausencia de intromisiones e interrupciones entre los parlantes, es al menos refrescante.

La pantalla y la traducción instantánea funcionan con precisión, ayudan a apreciar un poco más la tecnología bien empleada. El resultado me pareció impactante: dos personas que creen en lo que hacen y colaboran son mucho más que dos. No recuerdo (falta mía) que hayan tocado el tema de la tierra durante la entrevista, pero sí me vino a la mente que Monbiot había escrito al menos un libro sobre el tema (que confieso no haber leído).  Él es uno de los fundadores de The Land is Ours, una ONG dedicada al problema del acceso a la tierra en Inglaterra y que, además publica, periódicamente una compilación de artículos muy cuidados sobre el tema en forma de revista. 

Últimamente Monbiot parece haberse inclinado hacia el “rewilding” (básicamente, recuperar o transformar casi todo el planeta en una reserva natural, sin humanos ni ganado), lo que suscitó varias contestaciones y al menos un debate público con otro de los fundadores de la asociación, Simon Fairlie, pequeño granjero orgánico y defensor persistente de su modo de producción (en video en la web, sin transcripción ni traducción, lamentablemente). 

También se expresaron en contra de las ponencias de Monbiot otros autores, algunos vinculados a la “Revolución Integral”, quienes defienden el pastoreo de cabras en las montañas, e inclusive la coexistencia sinérgica del ganado y el bosque en ciertas circunstancias. 

Félix Rodrigo Mora, inspirador de esta corriente y apasionado por todos los aspectos de la vida rural, incluyendo su historia, sostiene que tanto la idea conservacionista de Monbiot como la del granjero individual de Fairlie son ambas incompletas, insostenibles económica y socialmente.

Desearía que sigan debatiendo entre todos ellos, difundiendo las conclusiones, y más aún, que se junten, diseñen o adhieran a un movimiento contundente para desmoronar el statu quo y nos lleve a la recuperación de la tierra y de la cultura del cuidado, la prudencia, el amor a la tierra, porque los hombres somos de tierra.

La pequeña comunidad agraria

En realidad, el granjero Fairlie no defiende la propiedad agraria individual per se; él también ha escrito desmitificando “la tragedia de lo común” de Harding, y ha descripto magistralmente muchos ejemplos valiosos de combinación entre lo privado y lo cooperativo en el mundo rural.  

No tenemos margen –si es que alguna vez lo hubo– para fanatismos de ningún tipo. Ni individualismo ni colectivismo, ni ningún otro “ismo”.  Se imponen la reflexión y el sentimiento a la vez, retomar el estudio de lo mejor del pasado y luchar por el futuro. 

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Decidir sobre las bondades y posibilidades de las diversas formas de combinaciones entre lo individual y lo social (comunal, commons, batzarre, auzolan, mir, moshav, ayllú,…) que poblaron masivamente la Tierra por varios siglos, ignorados por la élite escritora y guerrera, dedicada a perfeccionar el Estado. Hay muchos ejemplos exitosos, perdurables, de comunidades y pueblos que encentraron formas de compatibilizar lo privado con lo comunal, la familia nuclear con la familia grande y la aldea, el lote de terreno de uso exclusivo con los predios de pastoreo y de sembrados comunes, los montes de uso compartido, el trabajo en común sin esclavitud ni explotación, el empleo compartido de las herramientas, las fraguas, los aserraderos, la leña y la madera, los molinos, el cuidado de los niños, los viejos y los enfermos. 

No faltan estudios económicos sobre el tema: recordemos a Elinor Östrom, Premio Nobel, sin olvidarnos de E. Schumacher, E. P. Thomson, A. Chayanov, T. Shanin, M. van Neef, I. Illich, la encíclica Laudato Sii…

Estamos hablando de rescatar un estilo de vida de entre el aluvión informativo convencional, un estilo que priorizaba el valor de la convivencia por sobre la pura acumulación de capital. Los pueblos que han sabido organizarse y mantenerse en el tiempo han pulido sus normas y costumbres, por generaciones, muchas veces sustentándose sólo en la tradición oral, a lo ancho y largo del planeta. Pero no son ellos los que escribieron la historia, sino sus enemigos. 

"Estamos hablando de un estilo de vida que prioriza el valor de la convivencia por sobre la pura acumulación de capital"

El capitalismo los ha arrinconado a los libres y ha tergiversado el relato tradicional, enseñándonos que estos pueblos vivían y viven en el atraso, la miseria y la opresión del feudalismo, y algunos ¡hasta se pasaban realizando sacrificios humanos! Nunca nos explican cómo mantuvieron sus otras costumbres admirables, ni por qué aún hoy llaman (y llamamos, sin pensarlo) “hermano” a un recién conocido con el que elegimos “fraternizar”, ni por qué nosotros, que conservamos alguna gota de sangre campesina, nos sumamos a ayudar a desempantanar un vehículo ajeno sin que nos lo pidan, ni por qué apreciamos embelesados los trajes y cadencias de los bailarines rurales y hasta hacemos festivales de danza y música folklórica, a veces con un cuidado exquisito. 

Ni siquiera recordamos que esta gente “de la tierra” sabía hacer de todo, no sólo las labores de campo: enfrentaban todos los desafíos y necesidades de la vida, desde atender un parto hasta preparar y enterrar a un difunto.  ¡Cómo necesitaríamos más gente como esa hoy!  Muchas iglesias románicas y obras de ingeniería están en pie después de mil años, a pesar de haber sido construidas por el pueblo local “inculto”, con poco más que sus manos. Es que allí todos trabajaban, al menos parcialmente, con sus manos.

Mientras tanto, nuestro capitalismo “culto”, tanto de izquierda como de derecha, usa cada vez menos las manos. Su estilo está demostrando ser un aparato destructivo, compulsivo y cruel, y se mantiene en pie por temor o mediante las guerras, que generan en donde pueden, cada vez más frecuentes y horrendas, descartando los esfuerzos que invirtieron, tantas veces, en crear y mantener instituciones destinadas a evitarlas.

"Commons Democracy" (Democracia Común)

Nuestro individualismo es relativamente moderno y urbano.  Los primeros inmigrantes británicos que se asentaron y se acostumbraron a trabajar la tierra norteamericana desarrollaron un estilo básicamente comunitario (venían desencantados de los modos de la Corona y su aristocracia). Amaban la libertad y la convivencia. Se ayudaban entre sí cuanto podían. Se llevaban bien con los aborígenes. Pero el régimen colonial volvió a primar sobre sus vidas. Apoyaron finalmente la Revolución porque soñaban nuevamente con la propiedad de la tierra (que ya había sido distribuida en su mayor parte al estilo europeo: de hecho estaba en manos de unos pocos señores terratenientes, algunos próceres, como Washington, y como aún sucede hoy con los nobles en Inglaterra).

Tocqueville habló muy bien de estos norteamericanos comunes y de sus inclinaciones comunitarias, como lo hicieron muchos escritores subrepticiamente, a través de sus obras literarias, ya que no podían presentarlas como obras sociológicas o antropológicas. 

Más recientemente otros autores han reivindicado el orden prerrevolucionario del interior profundo, sintetizándolo en la palabra “commons”. Entre ellos está la profesora Dana Nelson, quien identifica este estilo con la verdadera democracia, tergiversada luego de la Revolución por los “Padres Fundadores”, inventores de la Constitución y del Ejército permanente de los Estados Unidos (rápidamente utilizado para reprimir al commons y también para hacerle pagar las “deudas de guerra”; sí, a los que hicieron el esfuerzo y ganaron la independencia). 

Les Padres les dieron La Ley pero no les dieron la tierra, y empezaron a cobrarles impuestos para mantener al ejército. Es cierto que a lo largo de su historia los EEUU realizaron varias reformas agrarias, que hicieron un poco más igualitario el acceso a la tierra, y que no hicieron la mayoría de los otros países de América; pero ese aspecto merece un tratamiento mucho más detallado.

En Iberia (y algunas otras regiones europeas), la influencia del cristianismo primitivo se fue alejando de las ciudades que habían crecido alrededor de los castillos. Los monasterios se apartaron y contribuyeron a mixturar sus ideas con las de los pueblos libres originarios, cosa que fue posible sin mayor esfuerzo, porque eran compatibles en lo bueno. 

En la Alta Edad Media desapareció la esclavitud en el campo, un gran logro de la humanidad que no estamos dispuestos a aceptar: preferimos repetir que todo ese tiempo el feudalismo imperó de tal forma que los campesinos vivían oprimidos y en la miseria, sujetos al derecho de pernada y otras humillaciones. 

Las comunidades rurales que mantuvieron su identidad sí que tuvieron que organizar sus propias milicias, siempre en defensa de los invasores y expediciones esclavistas, y por lo tanto tuvieron que darse un gobierno sólido y autónomo. El órgano por excelencia del comunal fue el concejo abierto, una democracia directa con matices locales, basada en el derecho consuetudinario.

En Latinoamérica no se dio tal proceso: cuando los conquistadores llegaron había otra realidad, espacial e históricamente hablando.  Los “indios” no merecieron ninguna consideración ni atención. 

Bartolomé de Las Casas ya decía que los españoles “se llaman cristianos” pero no lo eran, porque no aceptaban a los indios como a “el prójimo”, el otro a quien amar (la verdadera fe).  Por otra parte, la edad de oro del comunal y el concejo abierto ya había pasado en España; la monarquía no sólo reinaba sino que pretendía imperar sobre el mundo, y obligó a muchos españoles a participar de la “cruzada evangelizadora” en América. 

El resultado fue que los pueblos originarios perdieron su libertad y casi fueron extinguidos (pero afortunadamente no lo lograron: aún vemos collas, aymaras, guaraníes, mapuches, que quieren mantener su cultura).

Es cierto que algún Papa les concedió el alma, y algún monarca sensible pensó que los indios eran españoles. El recuerdo del comunal sólo echó algunas raíces en pequeñas aldeas aisladas, nunca al nivel de sus antepasados hispánicos. Sin embargo, aún tuvieron suficiente entereza como para persistir y transformarse en nuestros otrora pacíficos pueblitos del interior. Hasta llegaron a sublevarse ante los representantes tiránicos de la Corona en 1774, en Los Chañares, Traslasierra, Córdoba, cuando volvieron a considerarse a sí mismos miembros de un “común” (bastante antes de las guerras “de la independencia”, y seis años antes de que Túpac Amaru liderara el mayor levantamiento indígena en el Perú).  

En los tiempos de la primera destitución de un virrey del Río de la Plata hubo al menos un episodio en que supuestamente se convocó en Buenos Aires a un “cabildo abierto”, remedo del “concejo abierto”. Los historiadores inventaron una muletilla distorsiva para salir del paso: “el pueblo quiere saber de qué se trata” habrían osado expresar los criollos de a pie. 

Pero eso no tenía que ver con el concejo abierto, justamente porque nunca los del pueblo se enteraron lo que estaban pergeñando los dueños del Puerto, porque todos eran un apéndice del reino y no conocían la idea del Común. 

Este episodio era recordado antiguamente en las escuelas primarias, pero nunca entendido como superviviente del espíritu del comunal (que estaba soterrado aunque latente en la memoria de los antaño libres de Iberia y sus descendientes criollos, como mostraron en su resistencia a las Invasiones Inglesas). 

No es de extrañar: tampoco estudiamos lo suficiente al Zapatismo hoy, ni sus avatares aparecen en los medios masivos de comunicación desde hace años.

Argentina moderna: Ley de Agricultura Familiar (LAF), Propiedad Comunitaria Indígena (PCI).


Nuestro país diseña y promulga leyes y normas hermosas, admirables; y las olvida en seguida. No se conocen muchos casos de retorno de estas normas desde el olvido, pero no se pueden perder las esperanzas.  Estas piezas legales que cito son relativamente recientes. 

El concepto de la PCI fue incorporado a la Constitución de 1994.  Nunca tomó forma clara y concreta de aplicación sistemática, a pesar de que los gobiernos variaron su signo desde entonces (no sus mañas). Se arguyó al principio que había que censar a las comunidades indígenas que merecían recibir tierras, obtener un certificado de “pueblo originario”.  Además, la propiedad comunitaria era un concepto que aún no existía ni existe formalmente en nuestro Derecho Civil, dominado por la sacrosanta propiedad privada y su sosías, la propiedad estatal/pública.  

Se propuso entonces que la propiedad comunitaria se otorgara a una comunidad de personas indígenas (o casi), colectivo que debía estar oficializado por el susodicho censo, aún no completado a 30 años de iniciado. Además, las tierras asignadas no podrían ser subdivididas ni enajenadas por individuos o familias de la comunidad. Muy bueno. Sería un “común” de hecho. Firmemente establecidos, en realidad, aún no los hay.  

Existen antecedentes parecidos como el de la Cooperativa Campo La Herrera en Tucumán, con ya 50 años de antigüedad, todavía no totalmente internalizado ni siquiera comprendido por sus propios beneficiarios. 

Es difícil pensar distinto y moverse fuera del Derecho Romano (enemigo del modo de vida de los primeros cristianos pero vigente en todas las estribaciones de la Iglesia Católica y su esfera de influencia). Y eso es así cada vez más, a medida que se “defiende” a capa y espada la propiedad privada (de los poderosos, al menos). 

Hubo intentos de promulgar leyes para bajar a tierra los alcances del ingreso constitucional de la PCI, darles una forma legal y operativa definitiva, pero siempre estuvieron teñidos de intereses ideológicos o partidarios, y por eso no prosperaron.  

Algunos gobiernos o jueces “dan” tierras en propiedad a difusas comunidades indígenas, sin esperar a las leyes o decretos “reglamentarios”, para luego tener que retractarse o ser sancionados ante la apelación de algún Estado provincial o nacional, o Parques Nacionales, o el Ejército, o similares, con la consiguiente pérdida de lo ya hecho por la comunidad, o antes que la dejaran siquiera asentarse.  

Ahora engañan a los líderes indígenas tratando de que apoyen a libro cerrado una nueva “ley de tierras”, cuando no hace falta una tal ley en absoluto: es sólo para ganar tiempo y no hacer lo que se debe con la legislación ya vigente.  

A veces convocan a unos cuantos morochos con apariencia de indígenas, ya semi cooptados por la maquinaria política, para anunciarles mentirosamente que “ya ha sido reglamentada la LAF”, y hasta presumen de que se logró la tal reglamentación “por consenso”, como quedaría demostrado por la foto final de la convocatoria. Cinismo puro; pero además, pérdida y pérdida de tiempo. Mientras tanto, se venden ilegalmente predios inmensos, con lagos o acuíferos interiores, a filántropos extranjeros.

La LAF y la PCI están relacionadas entre sí, aunque no lo mencionen sus textos.  La LAF crea el Banco de Tierras, a través del cual cualquier argentino apto puede reclamar un buen lote de tierra para vivir y trabajar (sería de desear que lo haga una comunidad, o una verdadera cooperativa, o algo más parecido a un germen de comunal, extendiendo la incumbencia de la PCI a toda la nación y no sólo a los indígenas). 

Estas leyes expresan un nuevo sentir, una posición opuesta al latifundio privado, al círculo vicioso del agronegocio, a la dependencia de nuestros semilleros.  Tal vez la gente podría comer sus propios alimentos en lugar de hacer cola en los comedores públicos, o recuperarlos de la basura, o tocar el timbre de los mismos vecinos de siempre.  

Los promotores de la PCI y la LAF percibieron, tarde pero seguro, nuestras ganas ancestrales de trabajar la tierra y echar raíces de una buena vez en el territorio, usar nuestra energía para producir lo que realmente necesitamos, permitir que las ciudades se descompriman y contaminen menos, cultivar nuestros alimentos y cuidar nuestros animales, tener hijos y educarlos en el amor y la fortaleza, bailar en los patios de tierra, levantar la casa propia y plantar la propia huerta y jardín (que deben seguir siendo propiedad privada), compartir la siega mientras cantamos, como hacían nuestras abuelos y abuelas, recuperar las verduras y hortalizas salvajes y otras domesticadas que se han perdido, ser libres para el hacer el bien y dar servicio a los demás, decidir nuestra propia escala de valores para orientar nuestras vidas en comunidad, vivir en paz.

*Ex Investigador Principal del Conicet y Profesor Titular Ordinario de la UNL, miembro fundador de la Asociación Civil Sin Fines de Lucro “Pro Comunidades Rurales Integrales con Arraigo” (CRIA)