OPINIóN

Alguien que diga que no

La trilogía de Antonio Scuratti sobre la construcción política de Benito Mussolini narra el crecimiento del fascismo en la Europa de comienzos del siglo pasado. El autor advierte sobre la importancia de decir "no" en el momento y el lugar adecuado.

Javier Milei en Davos 20240117
Javier Milei en Davos | NA

Hace ya varios años un querido amigo me envió de regalo la versión electrónica de un libro monumental que según él no podía dejar de leer: “M. El hijo del siglo”, de Antonio Scurati. Monumental, por la extensión, el trabajo de archivo, la calidad con la que está escrito. Le siguieron dos más: “M. El hombre de la providencia” y “M. Los últimos días de Europa”. Se trata de tres volúmenes que, mediante la reconstrucción de la carrera política de Benito Mussolini, narran la degradación moral de Europa, el crecimiento del fascismo y el nazismo, y la progresiva inmersión en las miasmas de la represión, la persecución ideológica y el genocidio que precedieron y convivieron con la Segunda Guerra Mundial.

La lectura de estos tres libros, que arrancó antes de la pandemia y culminó después de ella, fue abrumadora: por la admiración que genera el minucioso trabajo de Scurati, pero sobre todo, porque logra mostrar las formas en que el fascismo se expandió, como si se tratara de una metástasis, en todos los estamentos de la sociedad, rompiendo o reformulando todos y cada uno de los vínculos entre las personas.

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Scurati hizo algo muy sencillo y muy difícil a la vez: se dejó atravesar por la historia, hasta saberse parte de ella. Y estaba, y lo sigue estando, preocupado por el destino de su país. Lo explicó años después de la salida del primero de los tres libros en una conferencia sobre la paz a la que había sido invitado. Se refirió al valor que le asignaba a narrar y discutir la Historia y el sentido que le daba a hablar sobre el pasado italiano: “El significado histórico se refiere inevitablemente al hecho de que en mi país, Italia, el país desde el que llegué aquí esta mañana en tren, atravesando estos magníficos paisajes alpinos, en ese país que se encuentra más allá de las montañas que nos separan pero que no nos dividen, hace unos pocos días mis conciudadanos -no todos, una mayoría relativa pero consistente- expresaron el deseo de que Italia sea gobernada por un partido de extrema derecha cuyos máximos exponentes tengan una historia personal, biográfica y política que proviene del neofascismo. Sabemos, también por experiencia vivida, que la Historia es tal precisamente porque es un entretenimiento y, por tanto, deja atrás algunas cosas, algunas opiniones, algunas ideas, encuentra otras nuevas, las transforma, a veces las niega, o las olvida. Pero no permite enrollar la cinta. Tener una historia no significa necesariamente tener un destino, en el sentido de que ese pasado decide irreparablemente tu futuro: sin embargo, es algo indeleble (…) Esto abre para mí -y creo que debería abrirse para todos los italianos y no sólo para los italianos- un momento de reflexión seria, profunda, sentida y peligrosa”.

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Cuando entusiasmado por la lectura de la obra de Scurati le pregunté al director de la filial local de la editorial que los había publicado en Europa por qué no los traían, me respondió que la distribución era excesivamente costosa para el volumen de público que podían llegar a tener aquí. Me pareció un argumento tristísimo, y retrospectivamente, más aún. Nunca la lectura de esta historia hubiera sido más adecuada, si pensamos que, al igual que en Italia, un neofascista ha llegado al poder en la Argentina por la vía electoral. Es muy probable que la lectura de los libros de Scurati no podrían haber evitado esa victoria electoral, son pocos los libros que tienen semejante poder. Pero sí podrían haber servido para generar discusiones entre quienes por tener mayor educación, menos problemas acuciantes (como conseguir algo para comer todos los días) y mayor visibilidad pública, tienen una enorme responsabilidad en no alimentar los fuegos del odio y del revanchismo, que de la mano de la mezquindad, el egoísmo y la angustia parecen ser el plato que más sale estos días.

Hay muchos momentos en la trilogía de Scurati en los que hay que suspender la lectura y caer en el cliché de preguntarse: “¿cómo fue posible?”. Por la forma en la que el autor construye la historia, uno de esos momentos es el asesinato del diputado socialista Giacomo Matteotti. Los fascistas lo secuestraron en junio de 1924, y su cadáver apareció en agosto del mismo año, a 25 kilómetros de Roma. El escándalo fue enorme, pero esto es lo que sucedió. Reunidos en el parlamento, Mussolini les plantea a todos los diputados: “El artículo 47 del Estatuto reza: la Cámara de Diputados tiene derecho a acusar a los ministros del rey y conducirlos ante el Alto Tribunal de Justicia. Pregunto formalmente: en esta Cámara, o fuera de esta Cámara, ¿hay alguien que quiera servirse del artículo 47?”

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Scurati nos hace sentir el silencio molesto, pesado, ominoso, ante el desafío. Y luego, como Mussolini a los diputados, nos pregunta a los lectores, nos confronta con las consecuencias de no poner freno al fascismo, del miedo, de la comodidad, del cansancio:

“Uno solo. Bastaría con que uno solo hablara y él estaría perdido (…) Sería suficiente con que uno de ellos se levantara, con que una figura solitaria se irguiera para acusar, rompiendo la disciplina del partido, el círculo de la violencia, oponiendo fuerza oral a fuerza física, respondiendo a la llamada del futuro, dejándose ajusticiar en el presente para ser vengado en la posteridad, dejándose sumergir por la vida para salvarse en la Historia. Sería suficiente con que uno solo se levantara para envenenar todo lo que a Él aun le queda por decir, y que lleva apuntado en unas escasas notas abiertas a la improvisación en una hoja suelta. Nadie se levanta”.

Y como nadie se levantó, el Duce tuvo la oportunidad de apropiarse de la Historia, de reivindicar, incluso, el asesinato: “yo declaro aquí ante esta asamblea y en presencia de todo el pueblo italiano, que asumo, yo solo, la responsabilidad política, histórica, moral de todo lo que ha ocurrido”. No hubo masas en la calle enfrentándolo, ni renuncias, ni increpaciones. Basta el silencio ante la audacia de los fascistas para que avancen sobre todo y todos.

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Uno solo hubiera bastado. Alguien que dijera que no. Como ya sabemos, es el mayor acto de libertad, esa palabra que también por estos días ha sido robada, prostituida, malversada, y en cuyo nombre han liberado zona para que pululen entre argentinos heridos, hambreados, y cansados, jaurías de odios y pasiones alimentadas desde discursos intolerantes que, por supuesto, buscarán cómo saciarse.

Muchos serán, quizás seremos alimento de esos perros. Por eso es tan importante decir que no en el lugar en el que nos toque, con la responsabilidad que tengamos, que nos haya sido delegada. ¿No hemos conocido en el pasado momentos de indiferencia ante el sufrimiento de compatriotas en sus formas más extremas, momentos que han empoderado a los miserables? ¿De verdad estamos dispuestos a que cualquiera pueda decir cualquier cosa, sin fundamento, y en base a eso decidir el destino de millones de personas? Lo opuesto a esa actitud social, egoísta e instantánea, es el altruismo que piensa en el futuro. El falso liberalismo del partido gobernante solo dará satisfacción coyuntural a distintas formas de insatisfacción y esperanza, y beneficios estratégicos y quizás irreversibles a los saqueadores del país. Esa “quizás” es un territorio en disputa. El mileísmo pide sacrificio a cambio de bienestar futuro, y chivos expiatorios para ir picando hasta que este llegue. Ese mecanismo perverso tiene que ser desmontado retóricamente. Hoy, que la política se mueve en el terreno de las emociones, es muy difícil, pero debe ser impugnado pensando en el futuro, aunque el efecto no sea inmediato, aunque efectivamente hoy el escenario sea de sufrimiento. Estamos disputando el futuro del que queremos hablar.

Antes de la escena del parlamento, Scurati había descripto el hallazgo del cadáver de Matteotti, asesinado, como se supo después, de una puñalada: “de la tierra, como para devolver la patada, se eleva un nauseabundo hedor a podredumbre. El terreno, casi de inmediato, devuelve a la luz también huesos humanos y trozos de carne, completamente recubiertos de gusanos pululantes”. Nunca encontré una imagen más perfecta y repugnante de una sociedad degradada moralmente.